En su ensayo Lo Malo de lo Bueno,
Paul Watzlawick plantea la doble cara que suelen tener los fenómenos en orden a
su valoración. Lo bueno no es absoluta, necesaria, indefectible, permanente o
totalmente bueno. En general, en nuestra manera de discurrir o de dialogar,
solemos perder de vista estos diferentes aspectos de toda realidad, nos
expresamos en términos binarios como si, también lo plantea Watzlawick en otro
ensayo, las terceras posibilidades siempre estuvieran excluidas.
Carmen Boullosa lo expresa de
otra manera en una de sus novelas, cuando escribe «todos los paraísos vienen
emponzoñados», lo que usualmente calificamos de bueno no está exento de
peligros, ni lo malo de beneficios. Aunque quizá no siempre sea así, es posible
pensar en situaciones extremas desprovistas de esa doble cara, situaciones de
mal radical a las que sería difícil encontrarles el lado bueno pero ¿quien
podría saberlo? De cualquier manera lo común no es así. Incluso cabría decir
que la cara de lo real más que doble es múltiple, las posibilidades son
regularmente varias.
Finalmente estamos en el terreno
siempre movedizo y espinoso de las valoraciones. La información disponible, de
ordinario insuficiente; nuestros limitados cálculos acerca de los efectos de
una determinada acción o causa, nuestras percepciones distorsionadas, nuestros
prejuicios y tantas otras cosas que inciden sobre los juicios de verdad o de
valor constituyen aspectos subjetivos que terminan por sesgar nuestras
conclusiones.
Aristóteles señala en La Retórica
que no podemos conocer de la misma manera todas las cosas. Frente al
absolutismo de la verdad o del valor que plantea no sólo la posibilidad del
conocimiento verdadero y cierto sin distinciones o matices, sino su
inmutabilidad; se plantea el relativismo que postula, también sin distinciones
o matices, que todo juicio, sea de valor o de verdad, es incierto, mutable y
dependiente. Frente al objetivismo que postula la adecuación de nuestros
juicios a la realidad, se opone el subjetivismo que niega tal posibilidad.
También se hace presente el escepticismo, que niega la posibilidad de fundar
nuestros juicios, frente a toda concepción que sustente que siempre es posible
fundar nuestros juicios.
Retomando la idea de Aristóteles
de que no todo es cognoscible de la misma manera, sospecho que el problema está
en ese planteamiento de «todo-nada» o «siempre-nunca»,
etcétera. Quizá la solución pase por hacernos cargo de que «no
todo»
no es igual a «nada» y de que «no siempre» no equivale a «nunca»,
de que en medio de esas categorías radicales y reductivas que solemos emplear
para facilitar la comprensión o la comunicación, hay toda una gama de matices y
un amplio espectro de posibilidades. De que la realidad es compleja, de que
contamos con certidumbres que utilizamos mecánicamente para vivir
cotidianamente, pero que en el mundo hay mucho de incierto.
Decir, por otra parte, que «todo» juicio
es objetivo o subjetivo, empobrece nuestra visión, porque a final de cuentas el
juicio lo realiza un sujeto respecto de un objeto, es decir, establece un
vínculo entre un sujeto y un objeto, por lo que, de entrada, no puede ser pura
subjetividad o pura objetividad. Aun postulando un idealismo extremo, habría
que reconocer que todo juicio es un juicio sobre algo, ese algo se presenta
como objeto del juicio, de tal manera que aunque el objeto fuera meramente
ideal, seguiría siendo pensado como objeto de un juicio.
Una actitud no binaria frente a
los juicios de verdad o de valor, puede ser particularmente útil cuando
analizamos fenómenos sociales y, en mi opinión, es imprescindible cuando se
trata de vivir en Democracia. Es necesario asumir, como parte de una auténtica
actitud demócrata, que la realidad es más compleja de lo que parece y que
admite una amplia gama de colores y matices, además del negro y del blanco;
asumir, por ejemplo, que entre la disyuntiva «verdadero-falso» un
juicio podría ser sólo parcialmente verdadero o falso; o que el grado de
oposición por contradicción que determina la falsedad de una proposición cuando
la otra es verdadera, ocurre muy raras veces.
Puestos a analizar y a opinar
sobre fenómenos sociales, políticos o económicos, solemos perder de vista
algunas cuestiones que no resultan de menor cuantía, pero que agravan nuestra
dificultad para juzgar. Las caras de lo social son especialmente múltiples.
Por una parte, que las relaciones
de causalidad en tales ámbitos son sumamente complejas y difusas. Que lo son
porque normalmente obedecen a causas múltiples y por la gran dificultad en el
discernimiento, observación, distinción y jerarquización de todas las causas
probables de un determinado fenómeno. Además, a mi juicio, existe un elemento
adicional que incide en un incremento en el grado de complejidad: los fenómenos
inciden sobre sus propias causas y, en última instancia, sobre sí mismos. Por
ejemplo, deficiencias en el sistema educativo arrastradas a lo largo del tiempo
terminan por generar, a su vez, mayores deficiencias educativas, dado que si
los padres y los maestros de un educando fueron formados por un sistema
educativo deficiente tenderán a transmitir y a reproducir sus propias
deficiencias, probablemente incrementadas. Así, un alumno de profesores
carentes del hábito de lectura, con padres ajenos a esa práctica, en un hogar
en que los libros brillan por su ausencia será, normalmente, un alumno sin
lecturas.
Así se generan círculos viciosos
que deben ser combatidos atacando directamente al fenómeno y a sus causas, de
ser posible, a todas sus causas y en orden de prioridad que atienda a criterios
de importancia, urgencia y posibilidad (disponibilidad de medios). Los
resultados no siempre podrán ser vistos de inmediato (de hecho en la mayoría de
los casos no ocurre así), muchas veces los efectos de una intervención tendente
a romper el círculo vicioso sólo serán visibles y mensurables en el mediano o
largo plazo.
Por otra parte, existe una
tendencia a contrastar realidades únicamente con situaciones ideales, cuyo
resultado es y será, indefectiblemente, mostrar realidades deficitarias.
Además, se parte de un presupuesto falso: la existencia de condiciones ideales
como punto de partida de situaciones reales, lo cual casi nunca sucede, y
decimos “casi nunca” únicamente como un ejercicio metodológico para admitir
hipotética, aun cuando improbablemente, la posibilidad de que alguna vez ocurra
de ese modo. De esta manera, al no alcanzarse una situación ideal de cosas,
bajo el presupuesto de que se parte de una condición ideal en la que se
disponen de todos, absolutamente todos los medios y todas las posibilidades, la
única explicación posible para la distancia entre realidad real y “realidad”
ideal, es la impericia o la falta de voluntad de quienes tienen a su cargo la
conducción del proceso social, político o económico de que se trata.
Lo anterior, en el mejor de los
casos, constituye un grave error metodológico, cuando no una transgresión
franca al principio de buena fe. Un estado de cosas real no es comparable con
estados ideales de cosas. No, al menos, si lo que se quiere es medir el grado
de eficacia o los resultados de ciertas medidas o acciones de intervención
sobre una situación real concreta. Lo anterior no sólo porque el estado ideal
es por definición realmente inexistente, sino porque lo real y lo ideal se
encuentran en planos distintos. Si queremos juzgar sobre situaciones reales
deben tomarse como punto de partida las situaciones y las condiciones reales
situadas en un punto anterior a la aplicación de la medida.
Así, la situación ideal
constituye una referencia que constituye un punto de llegada hipotético. Sirve,
no como término, sino como criterio de comparación, lo cual es sustancialmente
distinto, puesto que los resultados de medir con instrumentos ideales, serán
necesariamente resultados ideales. La evaluación de la eficacia de una acción
debe realizarse comparando el estado de cosas resultante (ER) con el estado de
cosas precedente (EP), teniendo como criterio de referencia final el hipotético
plano ideal (EI), pero no como unidad de medida o de comparación. Así, si (ER)
está más cerca de (EI) que (EP), la acción habrá tenido, plausiblemente, un
cierto grado de eficacia; si la distancia de (ER) y de (EP) respecto de (EI)
permanece inalterada, la acción plausiblemente habrá resultado ineficaz.
Finalmente si (ER), comparado con (EP), se aleja de (EI), la acción
plausiblemente ha resultado contraproducente.
En el esquema anterior se
enfatiza el carácter plausible de los resultados, porque ya se ha dicho
que las relaciones causales que se analizan siguen siendo demasiado complejas, de
modo tal que el resultado no necesariamente ha sido producido por la acción
objeto de evaluación, sino que puede ocurrir bajo el influjo de causas
diversas.
Aun así, el esquema ilustra básicamente
que el punto de comparación de una situación real, cuando se pretende medir
resultados reales, debe ser otra situación real, en una situación en la que
ambas tienen, como punto de referencia a cuya luz se comparan, una hipotética
situación ideal. En todo caso, deben tenerse en cuenta las condiciones reales
que rodean tanto a (EP) como a (ER).
Ello no excluye la posibilidad de
efectuar valoraciones en el plano ideal, de hecho la función de los puntos de
referencia ideal es precisamente valorativa. Lo que se quiere decir es que debe
en todo caso distinguirse el plano en que se desenvuelve la evaluación, de tal
manera que movidos en el plano ideal obtendremos resultados ideales, en tanto
que si queremos obtener resultados reales, será necesario comparar situaciones
reales.
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