lunes, 28 de enero de 2013

Democracia, realidad y percepción.

En política, como en economía, la psicología social es bastante más relevante de lo que solemos pensar. Lo que pensamos sobre la realidad, aun cuando no se adecue a los hechos, termina por incidir sobre los hechos.

Las realidades sociales, políticas y económicas, son dinámicas; los equilibrios que en ellas se generan tienden a ser inestables debido, en buena medida, a que dependen de comportamientos humanos. Estos a su vez tienen sus raíces en complejos grupos de factores en los que intervienen decisivamente nuestras percepciones y creencias acerca de la realidad, que, al ser fuente de comportamientos específicos inciden sobre las mismas realidades en cuyo contexto emergieron, alterándolas y modificando su curso.

Los sociólogos han dado cuenta de esta circunstancia y han advertido que nuestra imagen acerca del mundo real, aun siendo falsa, produce efectos reales. En ese sentido, el sociólogo estadounidense William I. Thomas formuló, en el primer cuarto del siglo veinte, el conocido teorema que lleva su apellido, en el cual se dice, en resumidas cuentas, lo que acabamos de decir. Se trata de explicar cómo, una vez definida como real una situación, ésta puede ser convertida en real por el grupo social que así la supone.

A partir del teorema de Thomas la sociología y la psicología han desarrollado una noción cuya autoría se atribuye a Robert K. Merton, también sociólogo estadounidense: las profecías que se autocumplen. Éstas son enunciados acerca del futuro; predicciones que, fundadas o no, una vez emitidas producen su propio cumplimiento.

Lo anterior sucede cuando el vaticinio es considerado por una persona o grupo de ellas como fundado. Por su virtud se altera el sistema de creencias y, por tanto, se alteran también los comportamientos, mismos que tienden a adecuarse a los términos de la profecía garantizando así su cumplimiento.

Un ejemplo quizá nos ayude. Si alguien predice una crisis económica, aunque no haya condiciones objetivas para ello y, por la razón que se quiera, tal augurio adquiere fuerza y solidez en la conciencia de un grupo suficientemente relevante de agentes del mercado, es probable que éstos, al ajustar su comportamiento económico a la idea de que la situación es o deviene económicamente crítica, produzcan una alteración tal en el mercado que termine por propiciar efectivamente una crisis que, previo al anuncio del originalmente equivocado oráculo no tenía visos de ocurrir.

Poco importa si el pronóstico no es más que un descabellado y grosero embuste, lo importante es que sea creído, además de por quiénes y con qué fuerza sea creído. Esto no quiere decir que siempre estas predicciones sean palmarios fraudes, lo único que se quiere poner de relieve es que no importa qué tanto fundamento tenga el anuncio, o si no lo tiene en absoluto, porque lo decisivo aquí es lo que se cree acerca de la realidad, con independencia de la propia realidad.

En el curso de una campaña electoral la imagen que los electores tengan acerca de los candidatos y partidos que los postulan es sumamente relevante. No sólo importan las percepciones acerca de la bondad de una determinada oferta política, ni sobre la capacidad, talento y honorabilidad de los propios candidatos, sino también sobre si esa oferta política es potencialmente ganadora. Esto ocurre con mayor fuerza en los sistemas mayoritarios, en donde los votos recibidos por las opciones no ganadoras se tornan, a la postre, irrelevantes para la elección.

 
Un candidato que pretende ganar una elección debe convencer al electorado de que puede ganarla, no basta con convencerlo de que es un potencial buen gobernante si el electorado no lo percibe como candidato potencialmente ganador. En este sentido las encuestas pueden funcionar como profecías que se autocumplen, de tal manera que posicionar la imagen de un candidato como ganador altamente probable, incrementa notablemente sus probabilidades de éxito electoral, al haber incidido indirectamente sobre el comportamiento del electorado.

Este es, de alguna manera, el planteamiento que se hace en la película Inception de Christopher Nolan. Introducirse en los sueños de alguien para sembrar u originar una idea que alterará su comportamiento futuro. En otras palabras, modificar el sistema de percepciones y creencias para incidir en la conducta.

Cuando se instala en la convicción general, de manera consciente o no, que una determinada opción política en un contexto democrático es potencialmente restauradora de un régimen autoritario previo, puede generarse otra profecía autocumplida una vez que tal opción política se haga con el poder político. Esto ocurre porque, sin lugar a dudas, una de las notas distintivas de los gobiernos autoritarios o autocráticos es su capacidad para infundir temor, de manera que la sola percepción a priori de la posible restauración de una autocracia es capaz generar las condiciones que la posibiliten.

En ese sentido, a las voces que en un contexto democrático suelen hablar, el temor podría tornarlas silentes; las conciencias críticas habituadas a cuestionar y a disentir en un entorno favorable, podrían dejar de hacerlo en un ambiente que consideran riesgoso, aunque realmente no lo sea; quienes en un orden democrático y libre se han convertido en factores de equilibrio podrían mejor optar por la alianza, la complicidad o la connivencia, franca o disimulada, con el régimen político, al percibirlo como autoritario en ciernes. No sólo opera el miedo sino también, en virtud del propio temor, la conveniencia que funciona de modo similar.

Así, las creencias y percepciones terminarían propiciando, también en un caso como este, el caldo de cultivo para hacer realidad lo creído o percibido, por más que originalmente no concurrieran sus  condiciones objetivas de posibilidad. Es sabido que un poder sin diques tiende a desbordarse, de manera que, cuando las personas o instituciones que debieran jugar ese papel dejan de hacerlo se ha incubado el virus del autoritarismo.

El adecuado funcionamiento de los factores de equilibrio del poder público, tales como partidos de oposición, poderes e instituciones públicas, medios de comunicación, etcétera, es fundamental para la conservación y desarrollo de un régimen democrático. La democracia es un régimen basado en el pluralismo. Cuando éste deja de manifestarse o se torna pasivo, el sistema democrático corre el riesgo de involucionar a fases predemocráticas o, peor aún, abiertamente antidemocráticas.

Democracia, realidad y percepción.

En política, como en economía, la psicología social es bastante más relevante de lo que solemos pensar. Lo que pensamos sobre la realidad, aun cuando no se adecue a los hechos, termina por incidir sobre los hechos.

Las realidades sociales, políticas y económicas, son dinámicas; los equilibrios que en ellas se generan tienden a ser inestables debido, en buena medida, a que dependen de comportamientos humanos. Estos a su vez tienen sus raíces en complejos grupos de factores en los que intervienen decisivamente nuestras percepciones y creencias acerca de la realidad, que, al ser fuente de comportamientos específicos inciden sobre las mismas realidades en cuyo contexto emergieron, alterándolas y modificando su curso.

Los sociólogos han dado cuenta de esta circunstancia y han advertido que nuestra imagen acerca del mundo real, aun siendo falsa, produce efectos reales. En ese sentido, el sociólogo estadounidense William I. Thomas formuló, en el primer cuarto del siglo veinte, el conocido teorema que lleva su apellido, en el cual se dice, en resumidas cuentas, lo que acabamos de decir. Se trata de explicar cómo, una vez definida como real una situación, ésta puede ser convertida en real por el grupo social que así la supone.

A partir del teorema de Thomas la sociología y la psicología han desarrollado una noción cuya autoría se atribuye a Robert K. Merton, también sociólogo estadounidense: las profecías que se autocumplen. Éstas son enunciados acerca del futuro; predicciones que, fundadas o no, una vez emitidas producen su propio cumplimiento.

Lo anterior sucede cuando el vaticinio es considerado por una persona o grupo de ellas como fundado. Por su virtud se altera el sistema de creencias y, por tanto, se alteran también los comportamientos, mismos que tienden a adecuarse a los términos de la profecía garantizando así su cumplimiento.

Un ejemplo quizá nos ayude. Si alguien predice una crisis económica, aunque no haya condiciones objetivas para ello y, por la razón que se quiera, tal augurio adquiere fuerza y solidez en la conciencia de un grupo suficientemente relevante de agentes del mercado, es probable que éstos, al ajustar su comportamiento económico a la idea de que la situación es o deviene económicamente crítica, produzcan una alteración tal en el mercado que termine por propiciar efectivamente una crisis que, previo al anuncio del originalmente equivocado oráculo no tenía visos de ocurrir.

Poco importa si el pronóstico no es más que un descabellado y grosero embuste, lo importante es que sea creído, además de por quiénes y con qué fuerza sea creído. Esto no quiere decir que siempre estas predicciones sean palmarios fraudes, lo único que se quiere poner de relieve es que no importa qué tanto fundamento tenga el anuncio, o si no lo tiene en absoluto, porque lo decisivo aquí es lo que se cree acerca de la realidad, con independencia de la propia realidad.

En el curso de una campaña electoral la imagen que los electores tengan acerca de los candidatos y partidos que los postulan es sumamente relevante. No sólo importan las percepciones acerca de la bondad de una determinada oferta política, ni sobre la capacidad, talento y honorabilidad de los propios candidatos, sino también sobre si esa oferta política es potencialmente ganadora. Esto ocurre con mayor fuerza en los sistemas mayoritarios, en donde los votos recibidos por las opciones no ganadoras se tornan, a la postre, irrelevantes para la elección.

 
Un candidato que pretende ganar una elección debe convencer al electorado de que puede ganarla, no basta con convencerlo de que es un potencial buen gobernante si el electorado no lo percibe como candidato potencialmente ganador. En este sentido las encuestas pueden funcionar como profecías que se autocumplen, de tal manera que posicionar la imagen de un candidato como ganador altamente probable, incrementa notablemente sus probabilidades de éxito electoral, al haber incidido indirectamente sobre el comportamiento del electorado.

Este es, de alguna manera, el planteamiento que se hace en la película Inception de Christopher Nolan. Introducirse en los sueños de alguien para sembrar u originar una idea que alterará su comportamiento futuro. En otras palabras, modificar el sistema de percepciones y creencias para incidir en la conducta.

Cuando se instala en la convicción general, de manera consciente o no, que una determinada opción política en un contexto democrático es potencialmente restauradora de un régimen autoritario previo, puede generarse otra profecía autocumplida una vez que tal opción política se haga con el poder político. Esto ocurre porque, sin lugar a dudas, una de las notas distintivas de los gobiernos autoritarios o autocráticos es su capacidad para infundir temor, de manera que la sola percepción a priori de la posible restauración de una autocracia es capaz generar las condiciones que la posibiliten.

En ese sentido, a las voces que en un contexto democrático suelen hablar, el temor podría tornarlas silentes; las conciencias críticas habituadas a cuestionar y a disentir en un entorno favorable, podrían dejar de hacerlo en un ambiente que consideran riesgoso, aunque realmente no lo sea; quienes en un orden democrático y libre se han convertido en factores de equilibrio podrían mejor optar por la alianza, la complicidad o la connivencia, franca o disimulada, con el régimen político, al percibirlo como autoritario en ciernes. No sólo opera el miedo sino también, en virtud del propio temor, la conveniencia que funciona de modo similar.

Así, las creencias y percepciones terminarían propiciando, también en un caso como este, el caldo de cultivo para hacer realidad lo creído o percibido, por más que originalmente no concurrieran sus  condiciones objetivas de posibilidad. Es sabido que un poder sin diques tiende a desbordarse, de manera que, cuando las personas o instituciones que debieran jugar ese papel dejan de hacerlo se ha incubado el virus del autoritarismo.

El adecuado funcionamiento de los factores de equilibrio del poder público, tales como partidos de oposición, poderes e instituciones públicas, medios de comunicación, etcétera, es fundamental para la conservación y desarrollo de un régimen democrático. La democracia es un régimen basado en el pluralismo, cuando éste deja de manifestarse o se torna pasivo, el sistema democrático corre el riesgo de involucionar a fases predemocráticas o, peor aún, abiertamente antidemocráticas.

jueves, 24 de enero de 2013

La sombra de la duda. Reflexiones en torno al caso Cassez.

Obligada es hoy la reflexión sobre la sentencia dictada el día de ayer por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en la cual se concede amparo liso y llano a Florence Marie Louise Cassez Crepin, con el consiguiente efecto de liberación inmediata, luego de haber estado en prisión durante un lapso de siete años, acusada de secuestro.

No es mi propósito analizar aquí el fallo de la Corte ni, por supuesto, emitir juicios valorativos sobre el mismo o sobre su corrección jurídica, sino abordar, a partir de él, algunas cuestiones que le rodean y se le relacionan.

Desde luego se trata de un asunto que ha involucrado casi por entero a las sociedades y estados de dos naciones que han reaccionado en forma diametralmente opuesta a la resolución dictada por la Primera Sala de la Suprema Corte. Mientras en Francia la resolución fue recibida con júbilo, en nuestro país la polémica está encendida.

En tanto que para los franceses Florence es casi una heroína que ha logrado vencer a un sistema judicial que debe ser considerado injusto por el solo hecho de haberse atrevido a juzgar y a condenar, en su momento, a una de las suyas; para algunos mexicanos finalmente se hizo justicia al haber liberado a una víctima más de nuestro sistema judicial, en tanto que para otros se ha incurrido en una atrocidad al liberar a una probada secuestradora.

No dispongo de elementos suficientes para hacer un juicio sobre la culpabilidad o inocencia de Florence Cassez. Frente a esto, incluso, no hay acuerdo entre los diferentes jueces que se han hecho cargo del asunto en su momento. Las opiniones de jueces y ciudadanos están divididas. De hecho, la resolución de la Suprema Corte no versa sobre culpabilidad o inculpabilidad, sino sobre el debido proceso al que todos tenemos derecho cuando somos juzgados.

Seis ministros adscritos a la Primera Sala de la Corte Suprema se pronunciaron en su oportunidad sobre el tema. En un primer momento el entonces ministro Guillermo Ortiz Mayagoitia sostuvo que la Suprema Corte de Justicia no debía siquiera haber admitido el recurso interpuesto por Florence Cassez, porque no ocurrían los presupuestos de procedencia del mismo, por lo que la sentencia del Tribunal Colegiado de Circuito que había negado el amparo era definitiva e irrecurrible.

Con el cambio en la integración de la Primera Sala ocurrido en el pasado mes de diciembre, el ministro Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena, quien sustituyó a Ortiz Mayagoitia, votó conjuntamente con los ministros Zaldívar Lelo de Larrea y Olga Sánchez Cordero por la concesión lisa y llana del amparo. Por su parte, el ministro Cossío Díaz votó por la concesión del amparo para el efecto de que el juez emitiera una nueva sentencia excluyendo determinadas pruebas cuyo valor, en su concepto, fue viciado. Finalmente, el ministro Pardo Rebolledo se pronunció por negar el amparo debido a que las fallas de procedimiento no eran suficientes para estimar que el proceso resultó afectado.

Con independencia de la opinión personal que podamos tener sobre la resolución de la Primera Sala, dos primeras conclusiones parecen asomarse clara y contundentemente. La primera es que la razón jurídica por la cual hoy Florance Cassez goza de libertad en su patria, es la indiscutible irregularidad en que incurrió la autoridad investigadora al haber convertido una aprehensión en una farsa para la televisión en la que fueron alteradas las circunstancias de modo, tiempo y lugar en que ocurrió la detención, lo que, en términos de opinión pública, potenció la convicción acerca de la culpabilidad de los detenidos.

Otra cosa es la discusión sobre si y cómo, las dotes histriónicas indebida y estúpidamente ensayadas en un procedimiento de tal naturaleza por nuestras autoridades policiacas pervirtieron el debido proceso y en qué grado lo hicieron. Esa es la cuestión. No hay duda de que, estimemos o no acertada la decisión de la Corte, la causa última de la libertad de que hoy goza Florence Cassez es precisamente que a la autoridad policial le hubiera dado por producir telenovelas.

La segunda conclusión es que, sobre la responsabilidad de Florance Cassez en la comisión de los delitos que le fueron imputados se cierne y se cernirá siempre la sombra de la duda, tal como lo expresó el mago del suspenso Alfred Hitchcock en su célebre película de la que he tomado, sin permiso, el título de este artículo.

 La Primera Sala no emitió ningún pronunciamiento sobre ese tema. Como se ha dicho, únicamente se pronunció sobre la vulneración al debido proceso y sus consecuencias jurídicas. Antes de ella los jueces y magistrados que se ocuparon del asunto en su momento sostuvieron la existencia de elementos suficientes para condenarla y para negarle el amparo, respectivamente. Entre los seis ministros que en diferentes momentos se pronunciaron hay posiciones discrepantes aun sobre el tema del debido proceso. La pregunta entonces sigue en el aire ¿Fue Florence Cassez responsable de los secuestros de que se le acusó?

De hecho Florence Cassez no fue declarada inocente, pero tampoco culpable. Para todo efecto jurídico ello constituye un equivalente funcional de una declaración de no culpabilidad, debido a la presunción de inocencia, principio básico y fundamental del procedimiento penal por el cual una persona debe ser tratada como inocente por la autoridad en tanto lo contrario no sea declarado, en definitiva, por el juez competente. Ello no obliga al ciudadano común, ni mucho menos a la víctima de un delito, a creer en la inocencia del acusado, con independencia de lo que resuelvan los jueces y de la corrección jurídica de sus sentencias.

En el terreno fáctico, que no en el jurídico, la cuestión acerca de la culpabilidad de Cassez quedó indecisa. Esa dicotomía plantea un problema del que tenemos que hacernos cargo quienes en algún momento hemos desempeñado el papel de juez. Cuando las razones para ignorar una determinada prueba o para resolver en definitiva un juicio, de modo aparente o real,  independizan o disocian la decisión judicial de la verdad material acerca de los hechos, la credibilidad de los propios jueces, insisto, con independencia de la corrección jurídica de sus sentencias, se verá inevitablemente afectada. Es necesario distinguir entre la corrección de una sentencia y su percepción por la opinión pública que no está, ni puede estar, obligada a razonar o a argumentar en términos jurídicos.

Alguien ha dicho que la decisión de la Suprema Corte ha desnudado al sistema judicial mexicano. Nada más falso. Al margen, otra vez, de que compartamos lo resuelto por la Primera Sala, no hay duda de que la justicia mexicana garantizó al extremo el derecho de una persona, acusada de secuestro, a un juicio justo y al debido proceso, lo que no es de menor cuantía. Ya veremos si la justicia francesa, en los casos de ciudadanos mexicanos sometidos por ella a juicio, opera con igual escrúpulo y celo por los derechos de los acusados. Lo dudo mucho.

Habrá que ver, también, si el gobierno mexicano actúa, en la defensa de los derechos de nuestros connacionales sujetos a juicio en país extranjero, con la misma energía del gobierno francés. Sobre todo en tiempos de Sarkozy, tal intervención no fue sólo enérgica, sino que tuvo una alta dosis de impertinencia, irrespeto, altanería y grosería. La torpeza de Sarkozy y del gobierno francés es un factor que, en la percepción de muchos, enturbia una decisión estrictamente jurídica que es percibida, en mi concepto equivocadamente, como meramente política o diplomática.

En Francia es visto el caso Cassez como una reedición, a escala internacional, del caso Dreyfus. Como se recordará, Alfred Dreyfus fue convicto en la Francia decimonónica acusado de alta traición. El caso dividió por años a la opinión pública francesa. A la postre Dreyfus, quien había sido condenado a prisión perpetua, fue liberado y reconocido inocente.

La diferencia es clara entre ambos casos. Mientras que Dreyfus fue reconocido inocente, Cassez fue liberada por virtud de una falla de procedimiento. Hay evidencia de que Florence estuvo vinculada a un grupo de delincuentes, no es del todo claro si estuvo vinculada a los delitos, lo cual es diferente. Lo que queda, al final, es la sombra de la duda además de, en México, división de opiniones y fuerte inconformidad social, mientras que en Francia, casi una fiesta nacional.

lunes, 21 de enero de 2013

¿De quién es la Constitución?

Por diversas razones, fundamentalmente responsabilidades laborales que todavía me aquejan, aunque no por mucho tiempo, no he logrado retomar el hábito de poner por escrito algunas ideas de manera constante. Por ello he desatendido un poco este espacio.
 
Sin embargo, el gélido fin de semana ha logrado estimular un poco, al menos es lo que yo pienso, a mi eremítica neurona que se ha puesto a trabajar sobre una idea que alguna vez le había cruzado ya por el frente, pero sobre la que no se había detenido: ¿hasta dónde nuestro país tiene una Constitución con las características que exige un Estado Constitucional de Derecho? Lo que aquí escribo es apenas un atisbo al que le hace falta mucha tarea de estudio, reflexión e investigación, pero me interesa irlo sometiendo a discusión.

La Constitución Española, desde 1978, ha sufrido sólo dos enmiendas. La primera publicada en el Boletín Oficial del Estado el 28 de agosto de 1992, con motivo de la incorporación de España a la Unión Europea para permitir a los ciudadanos comunitarios residentes en España ejercer el voto pasivo en elecciones municipales. La segunda fue publicada el 27 de septiembre de 2011 con la finalidad de ajustar el déficit fiscal del Estado Español en su conjunto a los límites establecidos por la Unión Europea.

Esta última reforma resultó sumamente polémica. En primer lugar, porque ocurrió en el contexto de una aguda situación de emergencia económica. En segundo término, por el procedimiento de modificación seguido, el cual, conforme lo señala el artículo 167.1 de la Constitución Española, requiere, en principio, de la aprobación por las dos cámaras con mayoría de tres quintas partes de cada una. El artículo 167.3 de la misma Constitución posibilita el referéndum para ratificar la modificación constitucional, siempre y cuando el diez por ciento de cualquiera de las cámaras lo solicite dentro de los quince días siguientes a su aprobación, lo que en este caso no ocurrió.

El debate se centró fundamentalmente en la ausencia de una consulta a la ciudadanía para la ratificación de la reforma y en determinar si es conforme con las exigencias de un Estado Constitucional de Derecho que, para la determinación de los contenidos normativos de una Constitución, baste la conformidad de los principales partidos políticos.

En México, acostumbramos como estamos a la perenne mirada tutelar de lo que se ha dado en llamar el Constituyente Permanente -término que, bien vistas las cosas, podría resultar no ser sino una contradicción en sus términos-, que no es otra cosa sino el procedimiento agravado establecido para la reforma Constitucional por los poderes constituidos conformados por ambas cámaras del Congreso de la Unión y las legislaturas locales, una reforma constitucional no suscita el menor asombro ni despierta, por el sólo hecho de que se modifique la norma constitucional, polémica alguna. Modestamente pienso que debería de hacerlo.

Nada más entre los años 2008 a 2012, si las cuentas no me fallan, nuestra Constitución fue modificada en veintiocho ocasiones. Sin entrar al análisis del contenido de cada reforma, ni a su valoración, me detengo a reflexionar sobre su número (5.6 reformas por año, en promedio), sobre el procedimiento modificatorio y sobre quiénes lo llevan a cabo, con independencia de las bondades o defectos de las enmiendas. Menos mal que, a decir de algunos, ese lapso ha sido de parálisis legislativa.

Una de las características que los teóricos consideran propia de un Estado Constitucional es lo que aquí denominaremos la relativa estabilidad de los contenidos constitucionales. Tal fin suele perseguirse a través de un procedimiento agravado de reformas respecto al procedimiento legislativo ordinario. Esto, así simplificado, es lo que suele llamarse rigidez constitucional y tiende a asegurar que las normas fundamentales obtengan un consenso más amplio que el determinado para el resto de las leyes, además de que la estructura básica del régimen jurídico del estado mantenga razonablemente estable la fisonomía que le identifica.

Creo que aquí surge una distinción que me parece fundamental. Una Constitución puede ser rígida desde un punto de vista formal o puede serlo desde un punto de vista material o empírico. Puede resultar, en efecto, que una Constitución no disponga de mecanismos agravados de reforma, pero que su modificación esté condicionada por factores de equilibrio que la dificulten. Pero también puede acaecer lo contrario: que la Constitución formalmente rígida, en la práctica no lo sea realmente.

Si bien, en estricto sentido, la rigidez constitucional suele ser identificada con una noción meramente formal-procedimental, tengo la impresión de que tal concepción resulta del todo insuficiente; de que no basta que el procedimiento de reforma constitucional resulte más exigente que el legislativo ordinario si, considerando el resto de la estructura constitucional y la conformación de los factores reales de poder que intervienen en el procedimiento de reforma, incluyendo el régimen de partidos, el sistema electoral y sus resultados, no se consiguen los fines para los cuales el procedimiento agravado fue establecido, lo que conduce a sospechar que debiera ser aún más exigente.

En México, para la modificación de una norma legal basta, por lo general, la aprobación por la mayoría absoluta (la mitad más uno) de los miembros presentes de ambas cámaras. En algunos casos la mayoría debe ser calificada, pero son la excepción. En caso de reformas constitucionales, es necesaria la aprobación por las dos terceras partes de los miembros presentes de cada una de las cámaras y por la mayoría absoluta de las legislaturas locales.

Teóricamente el procedimiento establecido en nuestro país determina que nuestra Constitución sea catalogada, de manera unánime, como rígida. La paradoja es que, como ha quedado manifiesto, más de cinco veces por año nuestra Constitución es objeto de reforma con el sólo concurso de los principales partidos políticos, lo que no es común en los regímenes constitucionales de la actualidad. La Constitución de los Estados Unidos de América, por ejemplo, en más de doscientos años de vigencia acumula menos enmiendas de las que ha recibido la nuestra nada más en los últimos cinco.

En nuestro caso, la ausencia de un régimen federal auténtico y consolidado, conjuntamente con la configuración del régimen de partidos políticos, tiene el efecto de que en la práctica sea casi tan sencillo modificar una norma constitucional como una ley secundaria. Ello obedece, por un lado, al poder hegemónico de las cúpulas partidistas en las cámaras de diputados y senadores a nivel federal y en los congresos locales. Por otro lado, responde a que en la composición de todas ellas básicamente intervienen los mismos partidos políticos nacionales, aunque se modifiquen las correlaciones de fuerzas.

De esta manera, basta el acuerdo de los partidos políticos necesarios para alcanzar la mayoría calificada en las cámaras federales para obtener una reforma constitucional, porque ordinariamente esas mismas fuerzas tienen el control de la mayoría de las legislaturas locales. De allí se explica la inexistencia de antecedentes relativamente recientes de rechazo a una reforma constitucional por las legislaturas locales y que raramente haya algún congreso estatal que ose votar en contra de una reforma ya aprobada por las cámaras federales. Así, la aprobación de reformas constitucionales por las entidades federativas ha terminado por ser una cuestión de mero trámite.

Es necesario considerar que la doctrina imperante de la Suprema Corte de Justicia de la Nación establece que, salvo por razones procedimentales, las normas incluidas en el texto de la Constitución no son susceptibles de control constitucional. Lo anterior es discutible, pero esa discusión no viene aquí a cuento. Me limito a señalar que contra la introducción, modificación o supresión de contenidos normativos constitucionales no hay medio de defensa, salvo por inobservancia del procedimiento establecido.

En momentos en que, incluso, se ha propuesto una nueva reforma a nuestro flamante texto del artículo primero constitucional en materia de derechos humanos a efecto de limitar sus alcances, con independencia de si tal modificación vaya o no prosperar en el Congreso de la Unión, debemos plantearnos la necesidad de ampliar las exigencias para la reforma de la Constitución, a fin de acrecentar su nivel de consenso, de tal manera que el documento que en el que se plasman nuestros derechos y deberes fundamentales, así como las normas básicas de funcionamiento del Estado, no quede al arbitrio de las cúpulas partidistas, trátese de algunas o de todas.

Claro que es necesario precisar, aunque no haya aquí suficiente espacio para desarrollar el tema, que el concepto de rigidez constitucional no es un valor absoluto, por ello lo he identificado con la idea de una relativa estabilidad. Ni el cambio constitucional es un valor en sí mismo, ni lo es la conservación de los contenidos normativos de una Constitución. Además, siguiendo a Joseph Aguiló, además de rigidez constitucional, entendida como dificultad para el cambio, es necesaria la adaptabilidad de la Constitución, caracterizada como resistencia constitucional, esto es, que a pesar de la estabilidad constitucional su interpretación y aplicación la hagan compatible con las condiciones históricas vigentes en un momento dado.

Es cierto que la Constitución es algo más que el texto Constitucional y que no puede ser la obra unilateral de un cuerpo legislativo o de la asociación de algunos de ellos, como ocurre en nuestro caso, sino que es una obra de colaboración, comenzando con quienes tienen a su cargo la tarea de interpretar ese texto, como son los tribunales con facultades de revisión constitucional. Pero el texto constitucional es decisivo, sin duda alguna, en un régimen de constitución escrita. Por tanto, no puede quedar al sólo arbitrio de las cúpulas partidistas la determinación de los contenidos constitucionales.

Tener una Constitución que cambia más de cinco veces por año es un dato que debería preocupar aun suponiendo a priori que la mayoría de las reformas aprobadas en los últimos años hubieran sido en sí mismas más benéficas que perjudiciales. El problema es que son bastantes las reformas y demasiado pocos quienes respecto de ellas deciden. Quizá es tiempo de discutir la introducción, como parte del procedimiento de reforma a la Constitución, de la figura del referéndum ratificatorio.

viernes, 4 de enero de 2013

Las múltiples caras de lo real.

En su ensayo Lo Malo de lo Bueno, Paul Watzlawick plantea la doble cara que suelen tener los fenómenos en orden a su valoración. Lo bueno no es absoluta, necesaria, indefectible, permanente o totalmente bueno. En general, en nuestra manera de discurrir o de dialogar, solemos perder de vista estos diferentes aspectos de toda realidad, nos expresamos en términos binarios como si, también lo plantea Watzlawick en otro ensayo, las terceras posibilidades siempre estuvieran excluidas.

Carmen Boullosa lo expresa de otra manera en una de sus novelas, cuando escribe «todos los paraísos vienen emponzoñados», lo que usualmente calificamos de bueno no está exento de peligros, ni lo malo de beneficios. Aunque quizá no siempre sea así, es posible pensar en situaciones extremas desprovistas de esa doble cara, situaciones de mal radical a las que sería difícil encontrarles el lado bueno pero ¿quien podría saberlo? De cualquier manera lo común no es así. Incluso cabría decir que la cara de lo real más que doble es múltiple, las posibilidades son regularmente varias.
Finalmente estamos en el terreno siempre movedizo y espinoso de las valoraciones. La información disponible, de ordinario insuficiente; nuestros limitados cálculos acerca de los efectos de una determinada acción o causa, nuestras percepciones distorsionadas, nuestros prejuicios y tantas otras cosas que inciden sobre los juicios de verdad o de valor constituyen aspectos subjetivos que terminan por sesgar nuestras conclusiones.
Aristóteles señala en La Retórica que no podemos conocer de la misma manera todas las cosas. Frente al absolutismo de la verdad o del valor que plantea no sólo la posibilidad del conocimiento verdadero y cierto sin distinciones o matices, sino su inmutabilidad; se plantea el relativismo que postula, también sin distinciones o matices, que todo juicio, sea de valor o de verdad, es incierto, mutable y dependiente. Frente al objetivismo que postula la adecuación de nuestros juicios a la realidad, se opone el subjetivismo que niega tal posibilidad. También se hace presente el escepticismo, que niega la posibilidad de fundar nuestros juicios, frente a toda concepción que sustente que siempre es posible fundar nuestros juicios.

Retomando la idea de Aristóteles de que no todo es cognoscible de la misma manera, sospecho que el problema está en ese planteamiento de «todo-nada» o «siempre-nunca», etcétera. Quizá la solución pase por hacernos cargo de que «no todo» no es igual a «nada» y de que «no siempre» no equivale a «nunca», de que en medio de esas categorías radicales y reductivas que solemos emplear para facilitar la comprensión o la comunicación, hay toda una gama de matices y un amplio espectro de posibilidades. De que la realidad es compleja, de que contamos con certidumbres que utilizamos mecánicamente para vivir cotidianamente, pero que en el mundo hay mucho de incierto.

Decir, por otra parte, que «todo» juicio es objetivo o subjetivo, empobrece nuestra visión, porque a final de cuentas el juicio lo realiza un sujeto respecto de un objeto, es decir, establece un vínculo entre un sujeto y un objeto, por lo que, de entrada, no puede ser pura subjetividad o pura objetividad. Aun postulando un idealismo extremo, habría que reconocer que todo juicio es un juicio sobre algo, ese algo se presenta como objeto del juicio, de tal manera que aunque el objeto fuera meramente ideal, seguiría siendo pensado como objeto de un juicio.

Una actitud no binaria frente a los juicios de verdad o de valor, puede ser particularmente útil cuando analizamos fenómenos sociales y, en mi opinión, es imprescindible cuando se trata de vivir en Democracia. Es necesario asumir, como parte de una auténtica actitud demócrata, que la realidad es más compleja de lo que parece y que admite una amplia gama de colores y matices, además del negro y del blanco; asumir, por ejemplo, que entre la disyuntiva «verdadero-falso» un juicio podría ser sólo parcialmente verdadero o falso; o que el grado de oposición por contradicción que determina la falsedad de una proposición cuando la otra es verdadera, ocurre muy raras veces.
Puestos a analizar y a opinar sobre fenómenos sociales, políticos o económicos, solemos perder de vista algunas cuestiones que no resultan de menor cuantía, pero que agravan nuestra dificultad para juzgar. Las caras de lo social son especialmente múltiples.

Por una parte, que las relaciones de causalidad en tales ámbitos son sumamente complejas y difusas. Que lo son porque normalmente obedecen a causas múltiples y por la gran dificultad en el discernimiento, observación, distinción y jerarquización de todas las causas probables de un determinado fenómeno. Además, a mi juicio, existe un elemento adicional que incide en un incremento en el grado de complejidad: los fenómenos inciden sobre sus propias causas y, en última instancia, sobre sí mismos. Por ejemplo, deficiencias en el sistema educativo arrastradas a lo largo del tiempo terminan por generar, a su vez, mayores deficiencias educativas, dado que si los padres y los maestros de un educando fueron formados por un sistema educativo deficiente tenderán a transmitir y a reproducir sus propias deficiencias, probablemente incrementadas. Así, un alumno de profesores carentes del hábito de lectura, con padres ajenos a esa práctica, en un hogar en que los libros brillan por su ausencia será, normalmente, un alumno sin lecturas.

Así se generan círculos viciosos que deben ser combatidos atacando directamente al fenómeno y a sus causas, de ser posible, a todas sus causas y en orden de prioridad que atienda a criterios de importancia, urgencia y posibilidad (disponibilidad de medios). Los resultados no siempre podrán ser vistos de inmediato (de hecho en la mayoría de los casos no ocurre así), muchas veces los efectos de una intervención tendente a romper el círculo vicioso sólo serán visibles y mensurables en el mediano o largo plazo.

Por otra parte, existe una tendencia a contrastar realidades únicamente con situaciones ideales, cuyo resultado es y será, indefectiblemente, mostrar realidades deficitarias. Además, se parte de un presupuesto falso: la existencia de condiciones ideales como punto de partida de situaciones reales, lo cual casi nunca sucede, y decimos “casi nunca” únicamente como un ejercicio metodológico para admitir hipotética, aun cuando improbablemente, la posibilidad de que alguna vez ocurra de ese modo. De esta manera, al no alcanzarse una situación ideal de cosas, bajo el presupuesto de que se parte de una condición ideal en la que se disponen de todos, absolutamente todos los medios y todas las posibilidades, la única explicación posible para la distancia entre realidad real y “realidad” ideal, es la impericia o la falta de voluntad de quienes tienen a su cargo la conducción del proceso social, político o económico de que se trata.

Lo anterior, en el mejor de los casos, constituye un grave error metodológico, cuando no una transgresión franca al principio de buena fe. Un estado de cosas real no es comparable con estados ideales de cosas. No, al menos, si lo que se quiere es medir el grado de eficacia o los resultados de ciertas medidas o acciones de intervención sobre una situación real concreta. Lo anterior no sólo porque el estado ideal es por definición realmente inexistente, sino porque lo real y lo ideal se encuentran en planos distintos. Si queremos juzgar sobre situaciones reales deben tomarse como punto de partida las situaciones y las condiciones reales situadas en un punto anterior a la aplicación de la medida.

Así, la situación ideal constituye una referencia que constituye un punto de llegada hipotético. Sirve, no como término, sino como criterio de comparación, lo cual es sustancialmente distinto, puesto que los resultados de medir con instrumentos ideales, serán necesariamente resultados ideales. La evaluación de la eficacia de una acción debe realizarse comparando el estado de cosas resultante (ER) con el estado de cosas precedente (EP), teniendo como criterio de referencia final el hipotético plano ideal (EI), pero no como unidad de medida o de comparación. Así, si (ER) está más cerca de (EI) que (EP), la acción habrá tenido, plausiblemente, un cierto grado de eficacia; si la distancia de (ER) y de (EP) respecto de (EI) permanece inalterada, la acción plausiblemente habrá resultado ineficaz. Finalmente si (ER), comparado con (EP), se aleja de (EI), la acción plausiblemente ha resultado contraproducente.

En el esquema anterior se enfatiza el carácter plausible de los resultados, porque ya se ha dicho que las relaciones causales que se analizan siguen siendo demasiado complejas, de modo tal que el resultado no necesariamente ha sido producido por la acción objeto de evaluación, sino que puede ocurrir bajo el influjo de causas diversas.
Aun así, el esquema ilustra básicamente que el punto de comparación de una situación real, cuando se pretende medir resultados reales, debe ser otra situación real, en una situación en la que ambas tienen, como punto de referencia a cuya luz se comparan, una hipotética situación ideal. En todo caso, deben tenerse en cuenta las condiciones reales que rodean tanto a (EP) como a (ER).
Ello no excluye la posibilidad de efectuar valoraciones en el plano ideal, de hecho la función de los puntos de referencia ideal es precisamente valorativa. Lo que se quiere decir es que debe en todo caso distinguirse el plano en que se desenvuelve la evaluación, de tal manera que movidos en el plano ideal obtendremos resultados ideales, en tanto que si queremos obtener resultados reales, será necesario comparar situaciones reales.