El chavismo venezolano
siempre tuvo marcados tintes autocráticos, progresivamente agudizados a la
muerte de Hugo Chávez, bajo el gobierno de Maduro y la dirigencia parlamentaria de
Cabello.
Mucho se ha insistido por los defensores del
régimen venezolano en que la celebración, más que frecuente, de elecciones en las
cuales el mecanismo de emisión-recepción y escrutinio de votos funciona con
razonable pulcritud, confería carácter democrático al régimen. En mi opinión,
el mecanismo electoral era cuidado y, en efecto, tan pulcro como el que más, en
lo que a recibir y contar votos se refiere, porque constituía y continúa
constituyendo el elemento legitimador del régimen.
Sin embargo, para que una democracia sea
tal es condición necesaria, pero no suficiente, la celebración razonablemente
periódica de elecciones, en las que los votos sean debidamente emitidos,
recibidos y contados. Sin embargo, es importante considerar el contexto en que
esas elecciones son celebradas para determinar si realmente determinado
gobierno ha sido electo democráticamente.
El chavismo engendró lo que eufemísticamente
algunos llaman un «estado fuerte», que exigía adhesión a los medios de
comunicación, a los que paulatinamente fue sometiendo hasta aniquilar,
recientemente, al último vestigio de televisión independiente. La libertad de
expresión política en Venezuela, al menos en lo que a medios de comunicación se
refiere, progresivamente fue reducida a su mínima expresión.
Ha sido manifiesto el
monopolio de los medios de comunicación oficiales por parte del gobierno y sus
agentes, incluso en época electoral y particularmente en los días previos y en
el día mismo de las jornadas electorales, en los que el fallecido presidente
Chávez monopolizaba durante horas la pantalla para, entre otras cosas, entregar
beneficios sociales, hacer abierta propaganda en favor de su partido y sus
candidatos, así como para descalificar e incluso insultar a los opositores.
La amenaza ha sido recurso franco y constante.
Todavía tengo frescas en la memoria las declaraciones de Chávez al inicio de la
campaña que derivó en su última reelección en la que señaló que si la oposición
no reconocía su triunfo, enviaría al ejército a las calles y que habría
enfrentamiento si no se otorgaba tal reconocimiento. La pregunta es clara, ¿Qué
significa una declaración así, sobre todo al inicio de las campañas?
Con los medios de comunicación
absolutamente sometidos y con los opositores y los ciudadanos amenazados,
había, sin tomar en cuenta otros elementos, claras manifestaciones autoritarias
del régimen, que viciaban el contexto en el que las elecciones eran celebradas.
Sin embargo, hay que reconocerlo, Hugo Chávez gozaba de una fuerte aceptación
social que hacía innecesario intensificar el autoritarismo del régimen, porque
tenía suficiente base popular como para continuar ganando elecciones, apoyado
en un autoritarismo suave. Era clara la intención del régimen de perpetuarse a
cualquier precio sin perder, salvo en caso de necesidad, el mecanismo de
legitimación democrática: las elecciones.
Tal instrumento legitimador sólo será
arriesgado cuando la base popular y el autoritarismo suave resulten
insuficientes para mantener el poder. En la historia del chavismo sólo tres
momentos han puesto en riesgo la fachada democrática del régimen chavista: el
referéndum revocatorio del mandato presidencial de 2004; el referéndum
constitucional de 2007; y la sucesión a la muerte de Chávez en este 2013.
En 2004 la oposición venezolana promovió la
celebración de un referéndum revocatorio para someter a votación la continuidad
de Chávez en el gobierno, la que fue aprobada por casi un sesenta por ciento de
los electores, pero la oposición alcanzó un cuarenta por ciento de sufragios
por la revocación del mandato.
Todavía persiste la acusación opositora en
el sentido de que el régimen integró una lista negra con los nombres de quienes
promovieron la celebración del referéndum y de quienes firmaron para que ello
ocurriera, a quienes se les habría restringido el acceso a oportunidades
laborales y a beneficios sociales.
En 2007 el gobierno de Chávez sometió a
referéndum confirmatorio una serie de enmiendas constitucionales que buscaban
fortalecer al poder presidencial, las cuales fueron rechazadas por escaso
margen. La respuesta del régimen fue volverlas a someter poco tiempo después
bajo una todavía más intensa campaña de promoción, lo cual no fue sino una
forma torticera de anular el resultado del referéndum que había rechazado
originalmente la reforma.
El fallecimiento del presidente Chávez,
quien recién había sido reelecto, condujo a la celebración de una nueva
elección en la que por el oficialismo fue postulado Nicolás Maduro, en tanto
que por la oposición contendió Henrique Capriles, quien había enfrentado a Hugo
Chávez en su última elección. El resultado fue un triunfo cerrado en el que se
impuso Maduro por escaso margen, sin embargo, a diferencia de la postrera
unción de Hugo Chávez en la que Capriles reconoció su derrota, en esta ocasión
desconoció el resultado electoral y, por consecuencia, la legitimidad de Maduro.
Lo anterior intensificó el autoritarismo
del régimen que derivó en la proscripción de las protestas electorales; la
amenaza de prisión para los dirigentes opositores, incluido Capriles; la
supresión del derecho de expresión de los legisladores opositores en el seno de
la Asamblea Legislativa; la agresión física contra los mismos legisladores y la
amenaza abierta de Maduro indicando que tenía un listado de aquellos que no
habían votado por él.
Todo ello parecía confirmar la deriva
autoritaria del régimen, puesta en manifiesto desde el momento en que la
Constitución fue modificada para permitir la primera reelección de Chávez.
Aclaro que no sostengo que la reelección sea antidemocrática per se, pero sí lo
es la modificación de la regla que la prohíbe para permitir la reelección de un
presidente, prohibida al momento de ser electo. Esto es tanto como cambiar las
reglas del juego a mitad del partido.
Sin embargo, lo que se ha venido revelando
es algo peor que un gobierno con fuertes tendencias autocráticas. Se trata de
un gobierno demencial que gobierna bajo los dictados de un ave imaginaria que
ha hecho de la ocurrencia y el disparate la fuente de las políticas públicas y
de las leyes. Esto tiene su culmen, o su principio, en la iniciativa presentada
por una diputada oficialista para prohibir el uso de los biberones y de las
fórmulas lácteas para alimentar a los bebés, con el propósito de obligar
jurídicamente a las madres a proporcionar lactancia materna a sus hijos.
Propuesta que al parecer será votada favorablemente.
Michelángelo Bovero acuñó el término «kakistocracia»,
vocablo de origen griego que significa algo así como el gobierno en manos de
los peores. Este término lo ha aplicado Bovero específicamente a las
democracias que arrojan gobiernos de mala calidad. Otros han hablado de «cleptocracia»,
para referirse al gobierno de los ladrones. Pero esto es algo distinto,
sin negar que pudiera colocarse también bajo esos conceptos. Es el
gobierno de la pueril imaginación desbordada al que podríamos aplicarle otro
vocablo de origen griego que quizá no encuentre tanta fortuna como la «kakistocracia» de
Bovero, pero que resulta suficientemente preciso, se trata de lo que podríamos
llamar parafrocracia, que sería el gobierno de los insensatos,
delirantes o dementes.