viernes, 30 de agosto de 2013

La lógica del que protesta


El día de hoy les comparto un breve documento publicado por un buen amigo mío, profesor de Filosofía del Derecho en Bucaramanga, Colombia, quien actualmente cursa el doctorado en la Universidad Austral de Buenos Aires.


Enseguida el texto.

La lógica de la protesta.

Juan Pablo Sterling Casas

No quiero generalizar, pero hay algo claro: este país es un círculo vicioso de odio, violencia y resentimiento. Quizás por eso llevamos más de 60 años en guerra que no terminará jamás (recordemos a Fernando Vallejo: "Colombia es un desastre sin remedio. Máteme a todos los de las FARC, a los paramilitares, los curas, los narcos y los políticos, y el mal sigue: quedan los colombianos"). Es esa falta de tolerancia la que nos lleva a la autodestrucción. Ayer me dirigía a casa, por la 27 un grupo de personas bloqueaba la vía, me acerco y amablemente le manifiesto a uno de los que bloquean que yo vivo a unas cuadras y que por favor me dejara pasar pues de verdad estaba enfermo y debía tomar una medicina. Inicialmente un joven amable me dice que sí, que me había visto por el sector y sabía que no mentía, pero inmediatamente una horda enfurecida lo regaña y de paso empieza a insultarme con un discurso digno de un comunista de los años 60. Yo simplemente doy reversa y busco una vía alterna.

Así muchos se encuentran a protestantes enfurecidos y rabiosos que buscan "protestar" con fuerza y destrucción. Porque los que hablan de diálogo y racionalidad no marchan señores, ellos están negociando o en la televisión. Los que protestan son personas por lo general llenas de odio y resentimiento que alimentan el círculo vicioso que describí. Los Mockus, los Carlos Gaviria, los Jaime Garzón que a cada rato son usados como ejemplos de tolerancia en las redes sociales y las pancartas no marchan; sí en cambio marchan muchísimos vándalos tan despreciables y burdos como los guerrilleros de las FARC los Paramilitares o un Senador que nos roba y destruye sin piedad ¿Qué los diferencia acaso? ¿Una ideología? ¿O los iguala su irracionalidad de lograr lo que sea por la fuerza y sin la más mínima idea de decencia y respeto por el otro? Protestar no es sinónimo de ser delincuente señores. Este país está condenado porque por más nobles que sean las ideas siempre las impondremos a la fuerza e irrespetando la vida y dignidad de los demás. Sin duda hay marchas pacíficas, lo acepto, pero lo de ayer fue vandalismo e irrespeto puro. Luego se pretende no estigmatizar al que protesta, pero de primera mano me encontré con una realidad que se debe denunciar, la desigualdad no debe ser reparada con el insulto, la violencia y la destrucción. Acusan al Estado de violador de derechos pero caen en su mismo juego ¿quién es el delincuente ahora?

¡LA VIOLENCIA NOS IGUALA AL DELINCUENTE! Es hora de que lo entiendan, la violencia nunca legitimará nada, porque mientras un protestante insulte, destruya y agreda a otra persona será tan odiado e indeseable como un guerrillero, un paramilitar o un político corrupto. No caigan en la lógica del enemigo.

 

miércoles, 19 de junio de 2013

Parafrocracia venezolana.

     El chavismo venezolano siempre tuvo marcados tintes autocráticos, progresivamente agudizados a la muerte de Hugo Chávez, bajo el gobierno de Maduro y la dirigencia parlamentaria de Cabello.

       Mucho se ha insistido por los defensores del régimen venezolano en que la celebración, más que frecuente, de elecciones en las cuales el mecanismo de emisión-recepción y escrutinio de votos funciona con razonable pulcritud, confería carácter democrático al régimen. En mi opinión, el mecanismo electoral era cuidado y, en efecto, tan pulcro como el que más, en lo que a recibir y contar votos se refiere, porque constituía y continúa constituyendo el elemento legitimador del régimen.

     Sin embargo, para que una democracia sea tal es condición necesaria, pero no suficiente, la celebración razonablemente periódica de elecciones, en las que los votos sean debidamente emitidos, recibidos y contados. Sin embargo, es importante considerar el contexto en que esas elecciones son celebradas para determinar si realmente determinado gobierno ha sido electo democráticamente.

    El chavismo engendró lo que eufemísticamente algunos llaman un «estado fuerte», que exigía adhesión a los medios de comunicación, a los que paulatinamente fue sometiendo hasta aniquilar, recientemente, al último vestigio de televisión independiente. La libertad de expresión política en Venezuela, al menos en lo que a medios de comunicación se refiere, progresivamente fue reducida a su mínima expresión.

     Ha sido manifiesto el monopolio de los medios de comunicación oficiales por parte del gobierno y sus agentes, incluso en época electoral y particularmente en los días previos y en el día mismo de las jornadas electorales, en los que el fallecido presidente Chávez monopolizaba durante horas la pantalla para, entre otras cosas, entregar beneficios sociales, hacer abierta propaganda en favor de su partido y sus candidatos, así como para descalificar e incluso insultar a los opositores.

     La amenaza ha sido recurso franco y constante. Todavía tengo frescas en la memoria las declaraciones de Chávez al inicio de la campaña que derivó en su última reelección en la que señaló que si la oposición no reconocía su triunfo, enviaría al ejército a las calles y que habría enfrentamiento si no se otorgaba tal reconocimiento. La pregunta es clara, ¿Qué significa una declaración así, sobre todo al inicio de las campañas?

    Con los medios de comunicación absolutamente sometidos y con los opositores y los ciudadanos amenazados, había, sin tomar en cuenta otros elementos, claras manifestaciones autoritarias del régimen, que viciaban el contexto en el que las elecciones eran celebradas. Sin embargo, hay que reconocerlo, Hugo Chávez gozaba de una fuerte aceptación social que hacía innecesario intensificar el autoritarismo del régimen, porque tenía suficiente base popular como para continuar ganando elecciones, apoyado en un autoritarismo suave. Era clara la intención del régimen de perpetuarse a cualquier precio sin perder, salvo en caso de necesidad, el mecanismo de legitimación democrática: las elecciones.

     Tal instrumento legitimador sólo será arriesgado cuando la base popular y el autoritarismo suave resulten insuficientes para mantener el poder. En la historia del chavismo sólo tres momentos han puesto en riesgo la fachada democrática del régimen chavista: el referéndum revocatorio del mandato presidencial de 2004; el referéndum constitucional de 2007; y la sucesión a la muerte de Chávez en este 2013.

   En 2004 la oposición venezolana promovió la celebración de un referéndum revocatorio para someter a votación la continuidad de Chávez en el gobierno, la que fue aprobada por casi un sesenta por ciento de los electores, pero la oposición alcanzó un cuarenta por ciento de sufragios por la revocación del mandato.

     Todavía persiste la acusación opositora en el sentido de que el régimen integró una lista negra con los nombres de quienes promovieron la celebración del referéndum y de quienes firmaron para que ello ocurriera, a quienes se les habría restringido el acceso a oportunidades laborales y a beneficios sociales.

     En 2007 el gobierno de Chávez sometió a referéndum confirmatorio una serie de enmiendas constitucionales que buscaban fortalecer al poder presidencial, las cuales fueron rechazadas por escaso margen. La respuesta del régimen fue volverlas a someter poco tiempo después bajo una todavía más intensa campaña de promoción, lo cual no fue sino una forma torticera de anular el resultado del referéndum que había rechazado originalmente la reforma.

     El fallecimiento del presidente Chávez, quien recién había sido reelecto, condujo a la celebración de una nueva elección en la que por el oficialismo fue postulado Nicolás Maduro, en tanto que por la oposición contendió Henrique Capriles, quien había enfrentado a Hugo Chávez en su última elección. El resultado fue un triunfo cerrado en el que se impuso Maduro por escaso margen, sin embargo, a diferencia de la postrera unción de Hugo Chávez en la que Capriles reconoció su derrota, en esta ocasión desconoció el resultado electoral y, por consecuencia, la legitimidad de Maduro.

   Lo anterior intensificó el autoritarismo del régimen que derivó en la proscripción de las protestas electorales; la amenaza de prisión para los dirigentes opositores, incluido Capriles; la supresión del derecho de expresión de los legisladores opositores en el seno de la Asamblea Legislativa; la agresión física contra los mismos legisladores y la amenaza abierta de Maduro indicando que tenía un listado de aquellos que no habían votado por él.

     Todo ello parecía confirmar la deriva autoritaria del régimen, puesta en manifiesto desde el momento en que la Constitución fue modificada para permitir la primera reelección de Chávez. Aclaro que no sostengo que la reelección sea antidemocrática per se, pero sí lo es la modificación de la regla que la prohíbe para permitir la reelección de un presidente, prohibida al momento de ser electo. Esto es tanto como cambiar las reglas del juego a mitad del partido.

     Sin embargo, lo que se ha venido revelando es algo peor que un gobierno con fuertes tendencias autocráticas. Se trata de un gobierno demencial que gobierna bajo los dictados de un ave imaginaria que ha hecho de la ocurrencia y el disparate la fuente de las políticas públicas y de las leyes. Esto tiene su culmen, o su principio, en la iniciativa presentada por una diputada oficialista para prohibir el uso de los biberones y de las fórmulas lácteas para alimentar a los bebés, con el propósito de obligar jurídicamente a las madres a proporcionar lactancia materna a sus hijos. Propuesta que al parecer será votada favorablemente.

     Michelángelo Bovero acuñó el término «kakistocracia», vocablo de origen griego que significa algo así como el gobierno en manos de los peores. Este término lo ha aplicado Bovero específicamente a las democracias que arrojan gobiernos de mala calidad. Otros han hablado de «cleptocracia», para referirse al gobierno de los ladrones. Pero esto es algo distinto, sin negar que pudiera colocarse también bajo esos conceptos.  Es el gobierno de la pueril imaginación desbordada al que podríamos aplicarle otro vocablo de origen griego que quizá no encuentre tanta fortuna como la «kakistocracia» de Bovero, pero que resulta suficientemente preciso, se trata de lo que podríamos llamar parafrocracia, que sería el gobierno de los insensatos, delirantes o dementes.
           

martes, 23 de abril de 2013

Educación secuestrada


Los maestros de escuela pública de Michoacán, Guerrero y Oaxaca continúan tomando de rehenes a sus alumnos a quienes impunemente suelen privar, bajo cualquier pretexto, del derecho a la educación establecido en el artículo tercero constitucional. En esos estados, por lo menos, la educación pública ha sido secuestrada por gremios radicales de profesores con más actitud de rufianes que de mentores. No en balde esas tres entidades son de las que reportan los peores niveles educativos del país.

El derecho a la libre manifestación de las ideas está protegido por la Constitución, pero tiene límites establecidos en el mismo artículo sexto constitucional que lo tutela, de tal manera que no ampara perturbación del orden público, comisión de delitos o violación de derechos de tercero. Sin embargo, en el contexto nacional y, particularmente, en el de las tres entidades señaladas, enarbolar dos o tres ideas -da lo mismo si son más o menos buenas o más o menos malas e incluso si resultan disparatadas y si tienen o no algún viso de justificación- es motivo para que estos y otros grupos, ante la mirada complaciente de la autoridad correspondiente, recurrentemente alteren el orden público o cometan delitos.

Es obvio que tales extremos no están constitucionalmente amparados en el derecho a la manifestación de las ideas y si, en acatamiento de la Constitución y de las leyes, se llega a hacer uso de la fuerza pública o a sancionar administrativa, laboral o penalmente a quien incurra en conductas delictivas o disturbe el orden público so pretexto de manifestar ideas, la autoridad no comete forma alguna de autoritarismo o represión injustificada, sino que cumple su misión de hacer respetar el estado de derecho, siempre que no incurra a su vez en abuso de la fuerza o de la sanción.

Cuando se trata de derechos fundamentales de carácter prestacional, como los servicios educativos y sanitarios, los servidores públicos encargados de prestarlos carecen del derecho a suspenderlos bajo el pretexto de manifestar sus ideas o patentizar sus demandas, porque la suspensión unilateral de un servicio público correlativo de la prestación de un derecho fundamental, necesariamente incide en la vulneración del derecho de terceros a que alude el artículo sexto de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.

En estas condiciones, en mi opinión, quienes prestan servicios públicos correlativos de derechos fundamentales no tienen derecho a manifestar sus ideas, demandas o pretensiones, por ninguna vía que implique dejar de prestar el servicio o impedir que este sea prestado, pues en tal caso se vulnera el derecho de terceros, como es el de los educandos a recibir educación pública, situación que se agrava cuando se afectan los derechos de la infancia.

Lo anterior no quiere decir que los profesores carezcan del derecho a manifestarse, sino que deben buscar la manera de compatibilizar su derecho con el interés superior de los estudiantes a quienes se deben y, por consecuencia, ejercer su derecho a reclamar lo de siempre -pases automáticos, más prebendas o exclusión de cualquier control y exigencia de calidad- o lo que consideren adecuado, mediante vías que no impliquen la suspensión de servicios a los que otros tienen derecho por más que, mucho me temo, en no pocos casos la mala calidad de los docentes constituya de suyo vulneración al derecho fundamental a la educación pública.

El problema radica, me parece, en que los gremios que agrupan a los maestros han logrado patrimonializar para sí la educación, descentrándola de su eje articulador, que debían ser los estudiantes mismos, para trasladarlo a los maestros. Por tanto, los profesores ven con total y absoluta naturalidad privar a los alumnos de la enseñanza porque, en el fondo, para ellos carece lisa y llanamente de importancia el derecho de los alumnos pues, en su torcida concepción y convicción, el sistema educativo no se estructura en función del derecho de los alumnos a la instrucción pública, sino del derecho de los maestros a la plaza y a los beneficios que les reporta, respecto del cual no admiten limitación, restricción o regulación alguna, ni siquiera en orden a salvaguardar el superior interés de los niños a quienes dicen enseñar o el derecho fundamental de las personas a la educación pública gratuita.

Estoy convencido de que los maestros o cualquier otro servidor público cuya actividad esté ligada al ejercicio de derechos de terceros, particularmente si se trata de derechos fundamentales, como el acceso a la educación o a la salud, no actúan en ejercicio de un derecho cuando unilateralmente suspenden el servicio que están obligados a prestar e incurren por ese sólo hecho en ilícitos laborales y administrativos que debieran acarrear las correspondientes sanciones, incluida la inmediata suspensión de salarios y el cese una vez que legalmente se configure el abandono de la fuente de trabajo.

El artículo 215 del Código Penal Federal, en su fracción III, establece que comete el delito de abuso de autoridad el servidor público que indebidamente retarde o niegue a los particulares el servicio que tenga obligación de otorgarles. Ese delito se comete, sin duda alguna, cuando los profesores de enseñanza pública, quienes son servidores públicos, de manera unilateral deciden dejar de prestar el servicio en perjuicio de los titulares del derecho fundamental a la educación, sin que valga aducir, como eximente de responsabilidad penal, el ejercicio de un derecho, porque, como ya lo vimos, el derecho a la manifestación de las ideas no protege ni justifica la vulneración de derechos fundamentales de terceros.

Por consiguiente, la suspensión de clases como forma de protesta magisterial no está constitucionalmente permitida y no debería de ser tolerada ni dejada impune, sino que deberían aplicarse, sin vacilación alguna, las sanciones administrativas, laborales e incluso penales que procedan. Sólo así el Estado, precisamente las entidades federativas - los estados o el Distrito Federal-, que son quienes tienen a su cargo directamente la prestación del servicio público de educación, cumplirán con su obligación de preservar el estado de derecho y garantizar los derechos fundamentales de las personas. 

miércoles, 3 de abril de 2013

Cultura y actitudes democráticas


A falta de la calma para escribir cosas nuevas, les comparto algo de hace un par de añitos.

Nuestro país se ha inscrito recentísimamente en la nómina de naciones calificadas como democráticas, pero ello no se ha conseguido ex nihilo, sino que nuestra moderna democracia se ha venido edificando sobre los escombros del autoritarismo. Contra lo que las nuevas generaciones de mexicanos podrían suponer, la democracia en nuestro país es moneda de nuevo cuño, que ha venido formándose en sustitución de una larga tradición política no democrática, por decir lo menos.

Frente a esto, a partir de la década de los noventas del siglo pasado dio inicio lo que se ha venido denominando «transición a la democracia», impulsada a través de sucesivas reformas electorales sobre temas centrales como sistema electoral propiamente dicho (conversión de votos en escaños), autonomía de los órganos electorales, justicia electoral, proceso electoral, régimen de nulidades en materia electoral, propaganda política, campañas políticas, medios de comunicación, partidos políticos, financiamiento público y privado, medios de comunicación, etcétera. Sin embargo, la transición democrática, a mi juicio, si bien se ve consolidada e impulsada a partir de la década nona del siglo veinte, inicia en realidad con la reforma electoral de 1977 en la cual el sistema electoral se abre en definitiva a la representación proporcional y el sistema político comienza a configurarse como sistema plural. No obstante que en ese entonces subsistía un notable cariz de simulación en el ámbito electoral, la representación nacional en el Congreso adquiere, a partir de dicha reforma, una presencia opositora creciente, lo que a la postre generó la ya larga serie de reformas electorales tendentes a configurar un régimen democrático en nuestro país.

El hecho es que a partir de 1986 hemos tenido reformas electorales prácticamente al término de cada proceso electoral, con miras a corregir en la siguiente elección los defectos y los vicios observados en el anterior. El avance ha sido, sin duda, notabilísimo. Hoy, nuestro país cuenta con legislación, instituciones, procedimientos e instancias electorales sumamente complejas y desarrolladas. Parece que en el terreno de la democracia formal, los resultados son extraordinarios.

Sin embargo, al desarrollo democrático en el nivel formal e institucional, no parece haberle seguido un igual grado de evolución en el plano cultural. En otros términos, la transición a la democracia en México, ha sido impulsada por una serie de cambios constitucionales y  legales cuya finalidad ha consistido en generar prácticas y procesos en los que se respeten los principios básicos de la convivencia y de la competencia democrática, no ha sido precisamente el cambio cultural el que ha condicionado el cambio constitucional y legal, sino más bien a la inversa, al cambio cultural se le ha pretendido inducir mediante transformaciones normativas e institucionales. Sin embargo, el grado de desarrollo en ambos terrenos no ha sido homogéneo. Parece que la democracia no ha permeado suficientemente en la cultura de nuestro país y que la distancia entre la cultura democrática y las normas, las instituciones y los procedimientos democráticos no termina de reducirse.

Erasmo de Rotterdam, en su Elogio de la Locura (CAP. XXXII 137) describe, con notable ironía, un estado ideal, que me resulta particularmente ilustrativo para el tema que nos ocupa. Cito el texto:

«Por tanto, reconozcamos que las ciencias fueron introducidas como una de tantas calamidades de la vida humana, y por eso a los autores de estos males, de quienes proceden todas las desventuras, se los llama demonios, nombre que en griego equivaldría a dahmonaz, que significa los que saben.

¡Oh, qué sencillas eran aquellas gentes de la edad de oro, que desprovistas de toda especie de ciencia, vivían sin más guía que las inspiraciones de la Naturaleza y la fuerza del instinto! ¿Para qué era necesaria la Gramática, cuando el idioma era el mismo para todos y no se buscaba en el lenguaje otra cosa que entenderse unos con otros? ¿De qué les hubiera valido la Dialéctica, no habiendo opiniones contrarias? ¿Qué lugar podría tener entre ellos la Retórica, no metiéndose nadie en los negocios ajenos? ¿Para qué recurrir a la Jurisprudencia, si estaban apartados de las malas costumbres, que han sido, sin duda alguna, el origen de las buenas leyes?»

En lo personal sostengo, retomando a Erasmo, que nuestras, sin duda alguna, buenas leyes electorales han sido producto de malas prácticas en esa materia y éstas a su vez, han surgido como consecuencia de una larga tradición política y cultural de corte claramente autoritario o, por lo menos, no democrático, bajo el cual se ha desarrollado la vida política nacional durante la mayor parte de los siglos XIX y XX, eso sin hacer referencia al México colonial ni al prehispánico, ninguno de ellos caracterizado, ni remotamente, por la democracia.

Cada una de las reformas electorales a partir de 1989 ha tenido fuertes motivaciones reactivas. Esto es, con la mirada puesta en un proceso electoral recientemente concluido, se realiza una especie de corte de caja en el cual se analizan las prácticas, las conductas, las actitudes y los procedimientos insatisfactorios desde el punto de vista electoral y, de los principios rectores establecidos en orden a asegurar que los procesos electorales se ajusten a estándares suficientemente democráticos. Con ello se proyecta una reforma tendente a evitar en los siguientes procesos las prácticas indeseables observadas en el anterior y, finalmente, el mismo ciclo se repite a partir del siguiente proceso electoral de manera que, el proceso de ajuste entre la norma y las prácticas electorales parece interminable.

El primer problema que se nos presenta al valorar, en orden a la democracia, el impacto de las transformaciones normativas, procedimentales e institucionales en la dimensión cultural de la sociedad y de la ciudadanía es el de la indeterminación del concepto de democracia. De acuerdo con Ikram Antaki «Todo el mundo habla de democracia, pero no se sabe cuál contenido darle, sólo se piensa en ella en términos de forma de gobierno».

 Pareciera más bien que hemos de atenernos a una serie de concepciones distintas sobre la democracia, lo cual de suyo no deja de estar exento de consideraciones de tipo ideológico.

Así, por ejemplo, podríamos mencionar a la concepción formal o nominal de la democracia, para la cual basta la existencia de elecciones con ciertas características y de determinados procedimientos de tipo democrático para calificar a un sistema de democrático. Esta es digámoslo así, una concepción mecanicista de la democracia, para la cual son suficientes ciertos mecanismos para tener como resultado una democracia.

Existe también otra concepción, a la que el Dr. Dieter Nohlen denomina «diplomática»  de la democracia, para la cual un país puede considerarse democrático por el sólo hecho de que sus autoridades surjan de procesos electorales, haciendo abstracción del contexto político y social en el que tales procesos se desarrollan y, por tanto, de ciertas condiciones necesarias para que los comicios reúnan estándares mínimos auténticamente democráticos. Una concepción como esta se aviene muy bien con sistemas políticos de franca simulación electoral, en las que el uso de formas y procedimientos de tipo democrático son utilizados para consolidar involuciones autoritarias y para actuar contra la democracia misma.

Podríamos señalar también la concepción sustancial, sostenida de modo preponderante por Luigi Ferrajoli, para quien la democracia no se explica sin la vigencia efectiva de los derechos fundamentales a través del establecimiento de las garantías que aseguren y potencien el ejercicio de tales derechos. En estas condiciones, los derechos fundamentales operan como un límite a lo decidible o, en términos de Garzón Valdés, como un coto vedado, que a la vez limita el ámbito de las decisiones mayoritarias y asegura la autenticidad, la efectividad y la subsistencia de la democracia misma.

A las anteriores habrá que añadir, de igual manera, la concepción constitucional de la democracia, para la cual ésta no subsiste sin la vigencia y la fuerza normativa de la Constitución, ni la efectividad del Estado de Derecho. Para algunos puede existir, incluso, estado de derecho sin democracia, pero no democracia sin estado de derecho y más plenamente, sin estado constitucional de derecho.

En mi concepto hablar de democracia formal, de democracia sustancial y de democracia constitucional, es hablar de tres dimensiones o, para decirlo en términos de Zubiri, de tres momentos democráticos. El aspecto formal es condición necesaria para el establecimiento de un sistema realmente democrático, pero sin duda, no es suficiente. Para decirlo nuevamente en términos Ikram Antaki (Manual del Ciudadano contemporáneo)  «La existencia de partidos políticos y de elecciones no es suficiente para caracterizar una democracia». Parafraseando a Josep Aguiló habría que distinguir entre darse o tener normas, instituciones y procedimientos democráticos, y vivir en democracia. Un sistema auténticamente democrático debe serlo en su formalidad, en su sustancialidad y en su constitucionalidad.

Sin embargo, parece que hace falta al menos una dimensión o momento de la democracia, que viene a complementar a las anteriores: la dimensión cultural. La democracia no es sólo un mecanismo de toma de decisiones, no es meramente una forma de gobierno, es, como lo refiere el artículo tercero de nuestra Constitución, una forma de vida, una cierta manera de pensar, de actuar y de convivir de una ciudadanía, de una sociedad. Una cultura democrática facilita y promueve leyes, instituciones y procedimientos democráticos, los potencia y los torna más estables. Por el contrario, en un ambiente culturalmente no democrático se dificulta y obstaculiza la eficacia tales leyes, instituciones y  procedimientos, situación particularmente grave en entornos culturales francamente antidemocráticos y autoritarios.

La experiencia de la implantación de la democracia, incluso por la vía de las armas, en contextos culturalmente adversos, no ha resultado precisamente exitosa, cuando no ha derivado en fracasos estrepitosos. La transición institucional a la democracia, para asegurar su viabilidad, para prosperar y perfeccionarse debe ser acompañada, en paralelo, con la transición cultural a la democracia. De otra manera las malas prácticas continuarán generando leyes buenas, pero insuficientes para engendrar, a su vez, buenas prácticas. En otras palabras, la democracia requiere sí, leyes, instituciones y procedimientos; garantías a los derechos fundamentales y estado de derecho, pero sobre todo exige demócratas.

La democracia se caracteriza con una serie de valores y exigencias que le son propias. Entre ellos podríamos citar algunos como los siguientes:

a)    De modo preponderante podríamos señalar al pluralismo. La democracia parte del reconocimiento de que la sociedad es un mosaico de formas de ser y de pensar. En un Estado democrático los esencialmente iguales, pero existencialmente distintos, encuentran cabida, así como posibilidades de expresión y de participación. Por tanto, el estado democrático ha de respetar la riqueza que supone la pluralidad interna. Por consecuencia, no es la exclusión social o política lo que caracteriza a la democracia, sino la inclusión. Un Estado democrático no puede ser monocromático, monopartidista o monoideológico.
b)     De igual manera, la democracia supone la vigencia de los derechos fundamentales y en particular de la libertad, sin la cual no es posible la participación democrática.
c)      Como exigencia del pluralismo y de los derechos fundamentales un Estado democrático implica un Estado laico, en el cual las diferentes creencias e ideologías coexistentes en una sociedad polícroma, puedan convivir pacíficamente en un plano de igualdad, sin que el Estado tome partido a favor o en contra de alguna de ellas, ni mucho menos pretenda imponer o impedir a la ciudadanía la expresión de las convicciones personales.
d)     Frente al pluralismo, un mínimo de igualdad indispensable, al que algunos han identificado bajo el nombre de «mínimo vital», tanto en el aspecto económico, como educativo y en las oportunidades de desarrollo humano es fundamental para propiciar la participación democrática autónoma de las personas.
e)     El paso indispensable postulado por Dieter Nohlen, de la cultura de la mera opinión al de la argumentación.  De acuerdo nuevamente con Antaki, «El arte de argumentar se adquiere, es la mejor escuela de la democracia. Nuestro problema es que no argumentamos, estamos parados en los suburbios de la inteligencia».

Los anteriores valores y otros más han de cultivarse, no son un estado natural del ser humano, sino que se producen como resultado de procesos educativos complejos. Lo que me interesa poner de relieve es que han de trascender a la cultura de la ciudadanía y de modo particular permear hacia las actitudes y los comportamientos, si se quiere vivir y permanecer en una democracia.

Es capital el contraste entre las aspiraciones democráticas reflejadas en las leyes, en los procedimientos y en las instituciones, y la cultura democrática expresada, en ciertos hábitos, comportamientos y actitudes, más o menos generalizados, de los ciudadanos y, sobre todo, de los agentes políticos, de los poderes públicos y de los medios de comunicación.

En el caso de nuestro país, por señalar algunos elementos, me parece que existen aspectos que indican un rezago de la cultura democrática respecto de los avances alcanzados a nivel normativo, institucional o procedimental.

a)    En primer lugar parece que el pluralismo político jurídicamente reconocido y tutelado no ha trascendido plenamente al nivel cultural, no se ha traducido plenamente en el reconocimiento de las diversas expresiones y corrientes de pensamiento, ni en la tolerancia ni mucho menos en la aceptación y complementariedad entre esas diversas corrientes. Persiste una fuerte tendencia a la intolerancia y a la exclusión, al radicalismo y, por qué no decirlo, al fundamentalismo ideológico.
b)    Parece que no se ha valorado suficientemente el principio de la periodicidad de las elecciones, por el cual los triunfos y las derrotas en la arena electoral tienen un marcado carácter transitorio, no definitivo. En democracia no hay triunfos ni derrotas definitivos. Una campaña electoral no puede convertirse, por tanto, en una lucha por la supervivencia propia o por la aniquilación del contrario.
c)    Subsisten tentativas de evadir las exigencias democráticas plasmadas en las normas y de simular su cumplimiento, particularmente de aquellas reglas vinculadas directamente con el principio de equidad como las relativas al uso de recursos públicos y en general a utilizar posiciones de poder  para obtener rendimientos electorales personales o partidistas.
d)    Persisten actitudes tendentes a minar la confianza ciudadana en las autoridades electorales.
e)    El debate político se ha trasladado fundamentalmente a los medios de comunicación, bajo la forma preponderante de la opinión, en demérito de la argumentación mediante la cual deben justificarse de manera racional y razonable las posiciones.
f)     Hay, como lo señala el profesor Dieter Nohlen, una cierta tendencia a sustituir el modelo democrático representativo, caracterizado por una democracia electoral, por una democracia directa o participativa, de corte plebiscitario.
g)    La crisis del sistema de partidos, puesta en manifiesto, entre otras situaciones por las manifestaciones abstencionistas y «anulacionistas», respecto del voto y las favorables a las candidaturas independientes.
h)    La pretensión de cargar a las cuentas del sistema democrático, las deficiencias del modelo económico.

Estos son sólo algunos aspectos mediante los cuales podemos apreciar lo que en términos del Dr. Nohlen, podríamos señalar como un «desfase» entre la cultura democrática y los procedimientos democráticos.  El peligro real es el de las regresiones autoritarias, siempre latentes en virtud de que la democracia es una realidad dinámica que hay que alcanzar, mantener y perfeccionar constantemente. No son ajenas a la realidad latinoamericana las tentativas de sustituir, por ejemplo, al sistema de partidos, mediante el uso de procedimientos democráticos, por sistemas unipersonales autoritarios.

No obstante lo anterior, en nuestro país lentamente los procedimientos democráticos han venido generando una incipiente cultura democrática, sin embargo, aun cuando la distancia entre cultura y procedimientos se ha reducido, el proceso de ajuste resulta insuficiente, de manera que ni la sombra de las reformas regresivas ni la de la involución hacia el autoritarismo se han disipado del todo, aun cuando en lo personal creo que hay razones suficientes para confiar en que la persistencia en la aplicación de buenas leyes, terminará por consolidar buenas costumbres.