A falta de la calma para escribir cosas nuevas, les comparto algo de hace un par de añitos.
Nuestro país
se ha inscrito recentísimamente en la nómina de naciones calificadas como
democráticas, pero ello no se ha conseguido ex
nihilo, sino que nuestra moderna democracia se ha venido edificando sobre
los escombros del autoritarismo. Contra lo que las nuevas generaciones de
mexicanos podrían suponer, la democracia en nuestro país es moneda de nuevo
cuño, que ha venido formándose en sustitución de una larga tradición política
no democrática, por decir lo menos.
Frente a
esto, a partir de la década de los noventas del siglo pasado dio inicio lo que
se ha venido denominando «transición a la
democracia», impulsada a través de sucesivas reformas electorales sobre
temas centrales como sistema electoral propiamente dicho (conversión de votos
en escaños), autonomía de los órganos electorales, justicia electoral, proceso
electoral, régimen de nulidades en materia electoral, propaganda política,
campañas políticas, medios de comunicación, partidos políticos, financiamiento
público y privado, medios de comunicación, etcétera. Sin embargo, la transición
democrática, a mi juicio, si bien se ve consolidada e impulsada a partir de la
década nona del siglo veinte, inicia en realidad con la reforma electoral de
1977 en la cual el sistema electoral se abre en definitiva a la representación
proporcional y el sistema político comienza a configurarse como sistema plural.
No obstante que en ese entonces subsistía un notable cariz de simulación en el
ámbito electoral, la representación nacional en el Congreso adquiere, a partir
de dicha reforma, una presencia opositora creciente, lo que a la postre generó
la ya larga serie de reformas electorales tendentes a configurar un régimen
democrático en nuestro país.
El hecho es
que a partir de 1986 hemos tenido reformas electorales prácticamente al término
de cada proceso electoral, con miras a corregir en la siguiente elección los
defectos y los vicios observados en el anterior. El avance ha sido, sin duda,
notabilísimo. Hoy, nuestro país cuenta con legislación, instituciones,
procedimientos e instancias electorales sumamente complejas y desarrolladas.
Parece que en el terreno de la democracia formal, los resultados son extraordinarios.
Sin embargo,
al desarrollo democrático en el nivel formal e institucional, no parece haberle
seguido un igual grado de evolución en el plano cultural. En otros términos, la
transición a la democracia en México, ha sido impulsada por una serie de cambios
constitucionales y legales cuya
finalidad ha consistido en generar prácticas y procesos en los que se respeten
los principios básicos de la convivencia y de la competencia democrática, no ha
sido precisamente el cambio cultural el que ha condicionado el cambio
constitucional y legal, sino más bien a la inversa, al cambio cultural se le ha
pretendido inducir mediante transformaciones normativas e institucionales. Sin
embargo, el grado de desarrollo en ambos terrenos no ha sido homogéneo. Parece
que la democracia no ha permeado suficientemente en la cultura de nuestro país
y que la distancia entre la cultura democrática y las normas, las instituciones
y los procedimientos democráticos no termina de reducirse.
Erasmo de
Rotterdam, en su Elogio de la Locura (CAP. XXXII 137) describe, con notable
ironía, un estado ideal, que me resulta particularmente ilustrativo para el
tema que nos ocupa. Cito el texto:
«Por tanto, reconozcamos que las
ciencias fueron introducidas como una de tantas calamidades de la vida humana,
y por eso a los autores de estos males, de quienes proceden todas las
desventuras, se los llama demonios, nombre que en griego equivaldría a dahmonaz, que
significa los que saben.
¡Oh, qué sencillas eran aquellas
gentes de la edad de oro, que desprovistas de toda especie de ciencia, vivían
sin más guía que las inspiraciones de la Naturaleza y la fuerza del instinto!
¿Para qué era necesaria la Gramática, cuando el idioma era el mismo para todos
y no se buscaba en el lenguaje otra cosa que entenderse unos con otros? ¿De qué
les hubiera valido la Dialéctica, no habiendo opiniones contrarias? ¿Qué lugar
podría tener entre ellos la Retórica, no metiéndose nadie en los negocios
ajenos? ¿Para qué recurrir a la Jurisprudencia, si estaban apartados de las malas
costumbres, que han sido, sin duda alguna, el origen de las buenas leyes?»
En lo
personal sostengo, retomando a Erasmo, que nuestras, sin duda alguna, buenas
leyes electorales han sido producto de malas prácticas en esa materia y éstas a
su vez, han surgido como consecuencia de una larga tradición política y
cultural de corte claramente autoritario o, por lo menos, no democrático, bajo
el cual se ha desarrollado la vida política nacional durante la mayor parte de
los siglos XIX y XX, eso sin hacer referencia al México colonial ni al
prehispánico, ninguno de ellos caracterizado, ni remotamente, por la
democracia.
Cada una de
las reformas electorales a partir de 1989 ha tenido fuertes motivaciones
reactivas. Esto es, con la mirada puesta en un proceso electoral recientemente
concluido, se realiza una especie de corte de caja en el cual se analizan las
prácticas, las conductas, las actitudes y los procedimientos insatisfactorios
desde el punto de vista electoral y, de los principios rectores establecidos en
orden a asegurar que los procesos electorales se ajusten a estándares
suficientemente democráticos. Con ello se proyecta una reforma tendente a
evitar en los siguientes procesos las prácticas indeseables observadas en el
anterior y, finalmente, el mismo ciclo se repite a partir del siguiente proceso
electoral de manera que, el proceso de ajuste entre la norma y las prácticas
electorales parece interminable.
El primer
problema que se nos presenta al valorar, en orden a la democracia, el impacto
de las transformaciones normativas, procedimentales e institucionales en la
dimensión cultural de la sociedad y de la ciudadanía es el de la
indeterminación del concepto de democracia. De acuerdo con Ikram Antaki «Todo el mundo habla de democracia, pero no
se sabe cuál contenido darle, sólo se piensa en ella en términos de forma de
gobierno».
Pareciera más bien que hemos de atenernos a
una serie de concepciones distintas sobre la democracia, lo cual de suyo no
deja de estar exento de consideraciones de tipo ideológico.
Así, por
ejemplo, podríamos mencionar a la concepción formal o nominal de la democracia,
para la cual basta la existencia de elecciones con ciertas características y de
determinados procedimientos de tipo democrático para calificar a un sistema de
democrático. Esta es digámoslo así, una concepción mecanicista de la
democracia, para la cual son suficientes ciertos mecanismos para tener como
resultado una democracia.
Existe
también otra concepción, a la que el Dr. Dieter Nohlen denomina «diplomática» de la democracia, para la cual un país puede
considerarse democrático por el sólo hecho de que sus autoridades surjan de
procesos electorales, haciendo abstracción del contexto político y social en el
que tales procesos se desarrollan y, por tanto, de ciertas condiciones
necesarias para que los comicios reúnan estándares mínimos auténticamente
democráticos. Una concepción como esta se aviene muy bien con sistemas
políticos de franca simulación electoral, en las que el uso de formas y
procedimientos de tipo democrático son utilizados para consolidar involuciones
autoritarias y para actuar contra la democracia misma.
Podríamos
señalar también la concepción sustancial, sostenida de modo preponderante por
Luigi Ferrajoli, para quien la democracia no se explica sin la vigencia
efectiva de los derechos fundamentales a través del establecimiento de las
garantías que aseguren y potencien el ejercicio de tales derechos. En estas
condiciones, los derechos fundamentales operan como un límite a lo decidible o,
en términos de Garzón Valdés, como un coto vedado, que a la vez limita el
ámbito de las decisiones mayoritarias y asegura la autenticidad, la efectividad
y la subsistencia de la democracia misma.
A las
anteriores habrá que añadir, de igual manera, la concepción constitucional de
la democracia, para la cual ésta no subsiste sin la vigencia y la fuerza
normativa de la Constitución, ni la efectividad del Estado de Derecho. Para
algunos puede existir, incluso, estado de derecho sin democracia, pero no
democracia sin estado de derecho y más plenamente, sin estado constitucional de
derecho.
En mi
concepto hablar de democracia formal, de democracia sustancial y de democracia
constitucional, es hablar de tres dimensiones o, para decirlo en términos de
Zubiri, de tres momentos democráticos. El aspecto formal es condición necesaria
para el establecimiento de un sistema realmente democrático, pero sin duda, no
es suficiente. Para decirlo nuevamente en términos Ikram Antaki (Manual del
Ciudadano contemporáneo) «La existencia de partidos políticos y de
elecciones no es suficiente para caracterizar una democracia».
Parafraseando a Josep Aguiló habría que distinguir entre darse o tener normas,
instituciones y procedimientos democráticos, y vivir en democracia. Un sistema
auténticamente democrático debe serlo en su formalidad, en su sustancialidad y
en su constitucionalidad.
Sin embargo,
parece que hace falta al menos una dimensión o momento de la democracia, que viene
a complementar a las anteriores: la dimensión cultural. La democracia no es
sólo un mecanismo de toma de decisiones, no es meramente una forma de gobierno,
es, como lo refiere el artículo tercero de nuestra Constitución, una forma de
vida, una cierta manera de pensar, de actuar y de convivir de una ciudadanía,
de una sociedad. Una cultura democrática facilita y promueve leyes,
instituciones y procedimientos democráticos, los potencia y los torna más
estables. Por el contrario, en un ambiente culturalmente no democrático se
dificulta y obstaculiza la eficacia tales leyes, instituciones y procedimientos, situación particularmente
grave en entornos culturales francamente antidemocráticos y autoritarios.
La
experiencia de la implantación de la democracia, incluso por la vía de las
armas, en contextos culturalmente adversos, no ha resultado precisamente
exitosa, cuando no ha derivado en fracasos estrepitosos. La transición
institucional a la democracia, para asegurar su viabilidad, para prosperar y
perfeccionarse debe ser acompañada, en paralelo, con la transición cultural a
la democracia. De otra manera las malas prácticas continuarán generando leyes
buenas, pero insuficientes para engendrar, a su vez, buenas prácticas. En otras
palabras, la democracia requiere sí, leyes, instituciones y procedimientos;
garantías a los derechos fundamentales y estado de derecho, pero sobre todo
exige demócratas.
La
democracia se caracteriza con una serie de valores y exigencias que le son
propias. Entre ellos podríamos citar algunos como los siguientes:
a)
De modo preponderante podríamos señalar al pluralismo. La
democracia parte del reconocimiento de que la sociedad es un mosaico de formas
de ser y de pensar. En un Estado democrático los esencialmente iguales, pero
existencialmente distintos, encuentran cabida, así como posibilidades de
expresión y de participación. Por tanto, el estado democrático ha de respetar
la riqueza que supone la pluralidad interna. Por consecuencia, no es la
exclusión social o política lo que caracteriza a la democracia, sino la
inclusión. Un Estado democrático no puede ser monocromático, monopartidista o
monoideológico.
b)
De igual manera, la democracia supone la vigencia de los
derechos fundamentales y en particular de la libertad, sin la cual no es
posible la participación democrática.
c)
Como exigencia del pluralismo y de los derechos fundamentales
un Estado democrático implica un Estado laico, en el cual las diferentes
creencias e ideologías coexistentes en una sociedad polícroma, puedan convivir
pacíficamente en un plano de igualdad, sin que el Estado tome partido a favor o
en contra de alguna de ellas, ni mucho menos pretenda imponer o impedir a la
ciudadanía la expresión de las convicciones personales.
d)
Frente al pluralismo, un mínimo de igualdad indispensable, al
que algunos han identificado bajo el nombre de «mínimo vital», tanto en el aspecto económico, como educativo y en
las oportunidades de desarrollo humano es fundamental para propiciar la
participación democrática autónoma de las personas.
e)
El paso indispensable postulado por Dieter Nohlen, de la
cultura de la mera opinión al de la argumentación. De acuerdo nuevamente con Antaki, «El arte de argumentar se adquiere, es la
mejor escuela de la democracia. Nuestro problema es que no argumentamos, estamos
parados en los suburbios de la inteligencia».
Los
anteriores valores y otros más han de cultivarse, no son un estado natural del
ser humano, sino que se producen como resultado de procesos educativos
complejos. Lo que me interesa poner de relieve es que han de trascender a la
cultura de la ciudadanía y de modo particular permear hacia las actitudes y los
comportamientos, si se quiere vivir y permanecer en una democracia.
Es capital
el contraste entre las aspiraciones democráticas reflejadas en las leyes, en
los procedimientos y en las instituciones, y la cultura democrática expresada,
en ciertos hábitos, comportamientos y actitudes, más o menos generalizados, de
los ciudadanos y, sobre todo, de los agentes políticos, de los poderes públicos
y de los medios de comunicación.
En el caso
de nuestro país, por señalar algunos elementos, me parece que existen aspectos
que indican un rezago de la cultura democrática respecto de los avances
alcanzados a nivel normativo, institucional o procedimental.
a)
En primer lugar parece que el pluralismo político
jurídicamente reconocido y tutelado no ha trascendido plenamente al nivel
cultural, no se ha traducido plenamente en el reconocimiento de las diversas
expresiones y corrientes de pensamiento, ni en la tolerancia ni mucho menos en
la aceptación y complementariedad entre esas diversas corrientes. Persiste una
fuerte tendencia a la intolerancia y a la exclusión, al radicalismo y, por qué
no decirlo, al fundamentalismo ideológico.
b)
Parece que no se ha valorado suficientemente el principio de
la periodicidad de las elecciones, por el cual los triunfos y las derrotas en
la arena electoral tienen un marcado carácter transitorio, no definitivo. En
democracia no hay triunfos ni derrotas definitivos. Una campaña electoral no
puede convertirse, por tanto, en una lucha por la supervivencia propia o por la
aniquilación del contrario.
c)
Subsisten tentativas de evadir las exigencias democráticas
plasmadas en las normas y de simular su cumplimiento, particularmente de
aquellas reglas vinculadas directamente con el principio de equidad como las
relativas al uso de recursos públicos y en general a utilizar posiciones de
poder para obtener rendimientos
electorales personales o partidistas.
d)
Persisten actitudes tendentes a minar la confianza ciudadana
en las autoridades electorales.
e)
El debate político se ha trasladado fundamentalmente a los
medios de comunicación, bajo la forma preponderante de la opinión, en demérito
de la argumentación mediante la cual deben justificarse de manera racional y
razonable las posiciones.
f)
Hay, como lo señala el profesor Dieter Nohlen, una cierta
tendencia a sustituir el modelo democrático representativo, caracterizado por
una democracia electoral, por una democracia directa o participativa, de corte
plebiscitario.
g)
La crisis del sistema de partidos, puesta en manifiesto,
entre otras situaciones por las manifestaciones abstencionistas y «anulacionistas», respecto del voto y las
favorables a las candidaturas independientes.
h)
La pretensión de cargar a las cuentas del sistema democrático,
las deficiencias del modelo económico.
Estos son
sólo algunos aspectos mediante los cuales podemos apreciar lo que en términos
del Dr. Nohlen, podríamos señalar como un «desfase»
entre la cultura democrática y los procedimientos democráticos. El peligro real es el de las regresiones
autoritarias, siempre latentes en virtud de que la democracia es una realidad
dinámica que hay que alcanzar, mantener y perfeccionar constantemente. No son
ajenas a la realidad latinoamericana las tentativas de sustituir, por ejemplo,
al sistema de partidos, mediante el uso de procedimientos democráticos, por
sistemas unipersonales autoritarios.
No obstante
lo anterior, en nuestro país lentamente los procedimientos democráticos han
venido generando una incipiente cultura democrática, sin embargo, aun cuando la
distancia entre cultura y procedimientos se ha reducido, el proceso de ajuste
resulta insuficiente, de manera que ni la sombra de las reformas regresivas ni
la de la involución hacia el autoritarismo se han disipado del todo, aun cuando
en lo personal creo que hay razones suficientes para confiar en que la
persistencia en la aplicación de buenas leyes, terminará por consolidar buenas
costumbres.