martes, 29 de marzo de 2011

Íntima

Ayer te vi... No estabas bajo el techo
de tu tranquilo hogar
ni doblando la frente arrodillada
delante del altar,
ni reclinando la gentil cabeza
sobre el augusto pecho maternal.
Te vi...si ayer no te siguió mi sombra
en el aire, en el sol,
es que la maldición de los amantes
no la recibe Dios,
o acaso el que me roba tus caricias
tiene en el cielo más poder que yo!
Otros te digan palma del desierto,
otros te llamen flor de la montaña,
otros quemen incienso a tu hermosura,
yo te diré mi amada.
Ellos buscan un pago a sus vigilias,
ellos compran tu amor con sus palabras;
ellos son elocuentes porque esperan,
¡y yo no espero nada!
Yo sé que la mujer es vanidosa,
yo sé que la lisonja la desarma,
y sé que un hombre esclavo de rodillas
más que todos alcanza...
Otros te digan palma del desierto,
otros compren tu amor con sus palabras,
yo seré más audaz pero más noble:
¡yo te diré mi amada!

Pedro Palacios "Almafuerte"

jueves, 24 de marzo de 2011

LA DEMOCRACIA EXIGE UN NUEVO DERECHO

Al llegar al poder la democracia exige un nuevo derecho. No se trata de suprimir de golpe el derecho a que ha estado sometido el país desde hace un siglo. Basta elaborar una legislación de excepción. Las excepciones se multiplican y, en una universal complicidad, se elabora un derecho del que nadie puede decir exactamente lo que es.
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Toda volundad del parlamento es ley. Todo parlamentario puede proponer la ley. Una regla de derecho civil, envejecida por varios siglos, cuyo valor ha sido probado y cuya autoridad ha sido confirmada por el tiempo, desaparecerá en algunas horas si place a la mayoría del Parlamento, - que ni siquiera representa a la mayoría de los electores y aun menos al país,- improvisar una regla nueva. Sólo la lentitud del procedimiento parlamentario ayudaba antiguamente a la tradición.
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No esperamos grandes leyes de las asambleas parlamentarias. Las reformas capitales exigen una preparación aplicada, de la que ellas son incapaces.
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Pero las pequeñas leyes, las medidas circunstanciales, los retoques de detalle, constituyen una obra fácil de cada día, y a condición de no espantar a nadie se obtiene lo que se quiere. No hay en ellas grandes pensamientos ni vastos designios. Si la reforma es útil debe hacerse poco a poco. No hay que temer modificar sin cesar lo que se ha acordado; insistir para obtener más; se puede regatear.
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Nuestro siglo piensa que las cosas no duran y la estabilidad de las leyes civiles ha desaparecido. Quien actualmente pretendiese defenderla pronto sería acusado de ser un conservador enemigo del progreso.
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El arte de legislar es difícil y a veces las leyes preparadas por técnicos adolecen de graves defectos. Pero ¿Quién tendría la idea, por el motivo de que un profesional pueda no ser hábil, de confiar una máquina delicada a un ignorante? Cuando Bonaparte quiso realizar la obra de la Convención, escogió cuatro de los más altos magistrados de la República; nunca hubiera tenido la idea de que un abogado sin cultura pudiese útilmente redactar las leyes civiles.
La democracia esconde la acción personal. Sólo ama a los héroes cuando son desconocidos.
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Busquemos el escondido resorte de esta desarreglada actividad. El legislador puede hacer todo. ¿Qué es lo que quiere?
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Los legisladores son los elegidos y se dicen los representantes del pueblo. Pero, por el mecanismo mismo de la elección, no es la voluntad de todos la que el acto puede expresar. Hay un método sabio en la organización de la elección y algunos, desde hace mucho tiempo, han llegado a ser maestros de ese método. El elector más influyente, el grupo más numeroso, el director del periódico de mayor circulación, el industrial más rico, el sindicato más importante dictan su voluntad al elegido de un día. Los hombres no son santos ni héroes, o, cuando lo son, no se ocupan de la política.
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El pueblo exige leyes. Mientras se le impusieron, las consideró como un mal necesario. Cuando adquirió el derecho de aprobarlas, las consideró como un beneficio deseable.
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La ley ya no inspira respeto, tampoco inspira temor, pues se sabe muy bien que los súbditos del derecho son, por sus representantes, los amos de la ley. Cuando llegue a ser molesta, se le hará desaparecer. Tradicionalmente el francés, individualista y liberal, continúa recriminando al Estado y gimiendo bajo el juego de las leyes; pero su recriminación ha cesado de ser amarga; no se toma ya el trabajo de levantar barricadas para obtener reformas; sabe muy bien que todo depende de su voto, más aún, de su participación en la actividad política local.
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El hombre moderno vive así bajo la servidumbre de las leyes. Legibus laborabantur, decía ya Tácito. El hombre toma de estas leyes todo lo que le protege y se esfuerza por eludir todo lo que le molesta. En las épocas de crisis, la lucha deviene más áspera; cada uno exige la libertad para sí mismo, la prohibición para los demás. Las medidas legales se multiplican. Ninguna es aceptada sin murmuración. La ley ya no es sino el grito de triunfo del partido vencedor.
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La ley no es sino la traducción del éxito momentáneo de un partido o de un hombre. En ese sentido la legislación moderna es una legislación revolucionaria.
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Así como ya no está destinada a ser permanente, la ley moderna no continúa siendo abstracta. El principio de igualdad ante la ley ha sucumbido al deseo de satisfacer a tal o cual grupo, a tal o cual clase. La ley moderna se dicta para la satisfacción de los intereses individuales o corporativos y poco se preocupa su autor de que esta satisfacción perjudique a la vida misma de la nación.
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Legislar es una necesidad para un Parlamento que sesiona permanenetemente y cuya atención debe recaer constantemente en los deseos del pueblo.
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Cuando se ha comenzado por plantear estos dos principios, el Parlamento puede hacer todo, el Estado debe vigilar todo, la legislación llega a ser una necesidad de cada día. No tomar una medida que es siempre pedida por alguien, sería confesar que no se tiene el poder de dictarla. Cuando la democracia es omnipotente, ese poder le impone una legislación continua.
Esta acción podría ser feliz si se inspirara en una fe común o si se propusiese un deseo preciso. Pero sobre todas estas cuestiones, sólo hay disputas e incertidumbre. La democracia busca su derecho en la duda y en la inquietud.
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Ahora bien, en la actualidad sólo hay una convicción común: que es necesario hacer un nuevo derecho. Sobre este punto, los juristas más moderados están de acuerdo con los más exaltados reformadores. Todos incitan al legislador a obrar. El cambio rápido de las leyes representa para el jurista moderno, el placer que la velocidad ofrece a los deportistas. En todo caso, para el sujeto de derecho, es el consuelo que el cambio de lecho parece ofrecer al enfermo.
Nos hace falta lo nuevo. Los que están más ávidos de justicia, como los que están más deseosos de goces, buscan ardientemente cómo podrá organizarse la sociedad del mañana. Oponerse a una reforma, cualquiera que sea, es clasificarse en la eterna minoría de los reaccionarios. Ninguno de los electos hubiera tenido el valor de condenarse al fracaso, por una oposición determinada a las reformas propuestas. Ningún demócrata puede ser conservador.
Nadie ha dudado jamás que hay cierta evolución del derecho; pero el mundo moderno está convencido de la fatalidad de esta evolución.
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Es indiscutible que la modificación de ciertas reglas legales se impone cuando las condiciones de vida material cambian... Las transformaciones de la vida económica imponen modificaciones técnicas del derecho. No bastan para explicarse el abandono de los principios.
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La democracia busca su derecho porque está convencida de que al progreso material debe corresponder un progreso moral y social y, si éste es único idealismo que le queda, debe convenirse en que no carece de belleza.
Quizás esta apasionada persecución del progreso provenga de una protesta contra la resignación religiosa.
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Los juristas ya no creen sino en la virtud de las palabras. Son ellos los que han proporcionado a la democracia su vocabulario. Estamos en una República de profesores. Las palabras de que se servían los doctores: Derecho, justicia, Razón,Progreso, las ha escrito la democracia con mayúsculas en la propaganda electoral. Los juristas que las leen no quieren saber que su sentido ha cambiado.
Georges Ripert.
EL RÉGIMEN DEMOCRÁTICO Y EL DERECHO CIVIL MODERNO.

martes, 22 de marzo de 2011

Lo contrario de lo complejo no es lo sencillo, sino lo simple. Por eso, complejidad y sencillez pueden coincidir, por más que siempre suponga un esfuerzo tratar de aunarlas. En cambio, el tratamiento simplista de tales cuestiones -el más abrumadoramente estéril de los cuales suele venir de la mano de la afectación- es el que acaba siempre, no por aclararlas, sino por hacerlas, además de complejas, complicadas.
Carlos Gómez Sánchez.
Freud y su obra.