jueves, 27 de diciembre de 2012

Doctos pero incultos.

En su prólogo a Historia de la Filosofía de Karl Vorländer, escribe Ortega y Gasset acerca de «la incultura específica de nuestro tiempo». El planteamiento es claro: la excesiva especialización conduce a una nueva forma de incultura en la que, cada uno, encerrado en su específico campo de especialidad ignora groseramente lo que ocurre en los demás, de tal manera que no sólo las ciencias, sino también los hombres –dicho esto en su sentido prístino referido a género humano-, nos vamos quedando incomunicados y, aun cuando poseamos profundos conocimientos en un área determinada, terminamos por entendernos, en el mejor de los casos, únicamente con quienes habitan nuestro mismo gueto gremial.
 
Antonio Gómez Robledo advertía también sobre los riesgos de la excesiva especialización cuando llamaba a un grupo de bachilleres a no olvidar que «antes que el especialista está el hombre». Creo que la idea es particularmente relevante e nuestros días, porque finalmente la cultura es lo que constituye la savia que nutre el carácter de un pueblo, su segmentación en ámbitos cada vez más estrechos, aunque más profundos, divide e incomunica si no se cuenta con instrumentos que permitan la sólida vertebración social. Es el propio Ortega quien advierte que una cultura así segmentada, conduce al desarrollo de sociedades desestructuradas.
«La ignorancia del que es por completo ignorante toma un cariz pasivo e innocuo», dice Ortega; el verdadero peligro radica en la ignorancia de los doctos, aquellos que son especialistas e, incluso, autoridad en una específica rama del saber o de la actividad humana, y que luego no les permite reconocer que los instrumentos de navegación que con destreza dominan para sortear hábilmente las procelosas aguas que les son conocidas, carecen de la misma valía en otros no menos tempestuosos mares. Así, en términos de Ortega, el que es docto o hábil en una específica ciencia, arte o técnica «no se determinará a confesar su perfecto desconocimiento de las demás. Transportará el sentimiento dominador que, al andar por su especialidad, experimenta a los temas que ignore. Mas como los ignora, su soberbia –más gremial que individual- no le consiente otra actitud que la imperial negación de esos otros temas y esas otras ciencias».
El peso de un argumento de autoridad – que no es nunca decisivo por sí mismo- se basa en buena medida en que quien se presenta como tal hable dentro del específico campo en que es considerado docto. Así, las opiniones de un reputado jurista en lo referente al diagnóstico y tratamiento de la enfermedad de un paciente, tienen muy escasa validez. Si éste, basado en la sólida formación doctoral del famoso legista, quiere fiarse en ellas, lo más probable es que termine pronto por ver deteriorada su salud más que restablecida. «El buen ingeniero y el buen médico –continúa Ortega- suelen ser en todo lo que no es ingeniería o medicina, de una ignorancia agresiva o de una torpeza mental que causa pavor. Son representantes de la atroz incultura específica que ha engendrado la cultura demasiado especializada».
«Nadie entienda que yo ataco al especialismo en lo que tiene de tal; indudablemente uno de los imperativos de la ciencia es la progresiva especialización de su cultivo. Pero obedecer este solo imperativo es acarrear a la postre el estancamiento de la ciencia y por un rodeo inesperado implantar una nueva forma de barbarie», advierte nuestro célebre pensador, de manera certera. El especialista suele ver de más cerca y enfocar mejor su objeto al observarlo con más detalle y profundidad, pero también con frecuencia pierde la perspectiva de lo que está alrededor del propio objeto. Para decirlo acudiendo al lugar común, los árboles terminan por impedirle ver el bosque.
La mente humana tiene la virtud de abstraer, de poder aislar o segregar objetos del mundo o cualidades de sus propios objetos para conocerlos de mejor manera; pero, en el mundo real, ni las realidades individuales están desagregadas del mundo, ni las propiedades lo están de las realidades a las que están inheridas. El mundo es sumamente complejo y nuestra mirada incapaz de abarcarlo. Nuestro saber es, por tanto, limitado, siempre es necesario volver a integrar en una visión más amplia del mundo nuestros particulares conocimientos.
Por otra parte, cada campo del saber o de la actividad termina por desarrollar su propio lenguaje, el cual, a menudo, sobre todo si se abusa de él o se le construye o emplea inadecuadamente, termina por tornarse incomprensible para los legos, es decir, para los no especialistas. De allí la tendencia a la segregación por segmentos culturales altamente especializados, ignorantes y desinteresados de cuanto ocurre fuera de su ámbito de saber o de acción. Para cada uno termina por importar únicamente aquello que está dentro de su ámbito de interés, porque incluso las especialidades terminan disolviéndose en una maraña de subespecialidades que terminan por incomunicarse entre sí.
Así, los problemas del mundo y de la sociedad, que evidentemente desbordan cualquier campo específico, terminan siendo vistos únicamente a través de lentes que permiten enfocar bien algún aspecto de la realidad, pero que para ello prescinden de la amplitud visual. De esta manera el conocimiento y la cultura se tornan, probablemente, más profundos, pero menos amplios y conexos.
Cada uno identificamos un problema o un determinado haz de problemas, aquellos que están bajo nuestra escrutadora mirada de especialista, con frecuencia son ellos y sólo ellos los que nos interesan, los que constituyen el pequeño barrio dentro del que nos movemos con seguridad, porque lo conocemos o creemos conocerlo bien, pero que finalmente nos impide conocer el resto del mundo. Cuando nos aventuramos a salir de nuestro pequeño territorio, no es raro  pretender que nuestro conocimiento acerca de lo que dominamos nos autoriza a orientar a otros en los terrenos que nos son desconocidos.
A este respecto, el papel de la cultura, en general, y de la filosofía en lo particular, ha sido el de tratar de ofrecer una visión integradora, más general, que permita vertebrar y comunicar lo que la especialización desintegra. Pero si la cultura de los especialistas se reduce a su cada vez más específico campo de acción, no puede cumplirse esa función estructurante de lo social que la cultura está llamada a realizar. Porque entonces lo que se genera es, por así decirlo, un conglomerado amorfo de culturas barriales segmentadas, pero entre sí incomunicadas que sustituyen a una auténtica cultura social.
Creo que los especialistas de hoy, con sus grados académicos y sus títulos cuasi nobiliarios, deben trascender su campo específico de acción para conocer el mundo más allá de las fronteras de su propia disciplina y, al hacerlo, deben reconocer que su destreza en un campo no los convierte en autoridad en todos. No se debe olvidar que los títulos y grados no confieren de por sí sabiduría, pero infatúan e impiden ver la propia ignorancia.

viernes, 14 de diciembre de 2012

Nota de lectura: La soledad de los números primos. Paolo Giordano.

 
No soy crítico literario ni profesional de las letras, ni nada que se le parezca. Soy lector aficionado que suele disfrutar de la literatura sin detenerse demasiado a analizarla o a teorizar sobre ella. Más bien soy lector hedonista que analítico o crítico y tampoco dispongo de muchos elementos teóricos para emprender la tarea del análisis o la crítica literaria. Pero este breve escrito no tiene más pretensión que la de ser una nota de registro de una lectura.
 
Como solía decir Efraín González Morfín, agudo pensador y excelente ser humano recientemente fallecido, «yo no sé hacer zapatos, pero sí sé cuales me quedan bien», tengo claro qué libros me agradan y cuales no, por más que con frecuencia ignore las razones determinantes de mis veleidosas preferencias. Digamos que en materia literaria me guío exclusivamente por el sentido del gusto.
 
Hecha esta advertencia, cuya única finalidad es la de prevenir al lector y confesar mi ignorancia, antes de que sea éste quien por sí mismo termine por notarla a partir de la lectura de mis comentarios, doy paso a una breve nota sobre la apenas concluida lectura de La Soledad de los Números Primos, ópera igualmente prima del joven italiano, licenciado en física, Paolo Giordano.
 
Se trata de una deliciosa historia, o más bien de dos deliciosas historias, las de Alice y Mattia, dos complejos personajes marcados por graves acontecimientos de su historia infantil cuya personalidad y profundos rasgos psicológicos son radicalmente configurados por «el peso de las consecuencias» sí, por esas inoportunas invitadas a las que solemos ignorar, pero que indefectiblemente siguen a nuestros actos.
 
Si Javier Marías ha construido brillantes historias a partir de las consecuencias de lo que decimos (Corazón tan blanco) o de lo que callamos (Mañana en la batalla piensa en mi), Giordano edifica sobre las consecuencias de nuestras decisiones y acciones.
 
 
«Las decisiones se toman en segundos y se pagan el resto de la vida», refiere el narrador al desentrañar las conclusiones reflexivas de Mattia, personaje marcado por haber abandonado a su suerte a Michela, su hermana, cuya impronta última en la memoria de Mattia fue la expresión del miedo.
 
Callar, decir, ocultar, denunciar, persistir, claudicar, hacer, omitir, aceptar, negar, optar, etcétera; todo ello supone decidir y, por nimia que parezca la cuestión, de ordinario acarrea consecuencias cuyo precio terminamos por pagar nosotros mismos o algún tercero cómplice o víctima de nuestras decisiones que, como magistralmente señala Giordano, tomamos en segundos pero pagamos –o alguien más paga por o con nosotros- por el resto de la vida.
 
Al decidir orientamos el curso de los acontecimientos, el mundo es menos aleatorio de lo que parece, sólo que solemos no tomar en cuenta las consecuencias.
 
«Se puede enfermar de recuerdos», dice también el narrador. En medio de esta compleja red de cadenas eslabonada con causas y efectos, emerge la memoria como fuente de patologías –la anorexia de Alice, por ejemplo- porque las consecuencias de nuestras decisiones y, con ellas, las decisiones mismas, tienen a la vez el efecto de registrarse en la memoria incorporando todo su peso, toda su gravedad. Lo mismo sucede con las decisiones de otros que nos atañen o con los nudos acontecimientos de nuestra vida.
 
La ignorancia de las consecuencias, de su peso, no tomarlas en cuenta, nos induce a pensar en las cosas, o en los estados de cosas, como obras de la casualidad. «La gente no perdía el tiempo, se aferraba a unas cuantas casualidades y fundaba sobre ellas toda su existencia», plantea paradójicamente Giordano. ¿Casualidades o consecuencias? ¿Dónde está la frontera entre el azar y nuestras decisiones y sus consecuencias, con toda la imprevisión y el descuido que suele rodearlas?
 
La psicología de los personajes es sólida e, incluso, magistralmente construida por Giordano. Alice y Mattia, acorazados por el peso de las decisiones son impenetrables aun para sí mismos, especialmente para sí mismos. Por consiguiente, son dos seres solitarios, como los números primos, esos sólo divisibles por sí mismos y por la unidad. Su ser actual, sus decisiones, aparecen condicionadas y determinadas en gran medida por decisiones precedentes. En el fondo subyace implicada la tensión entre la libertad y el determinismo.
 
En lo personal recomiendo ampliamente esta estupenda obra, la agradabilísima lectura de La Soledad de los números primos requiere, sin embargo, tiempo libre: una vez comenzada es difícil detenerla.

jueves, 13 de diciembre de 2012

Democracia como proyecto.


México no es una realidad dada ni una esencia: es un proceso.
Octavio Paz.


Una de las vías más cortas para arribar al pesimismo más exasperante es la tendencia a comparar realidades con idealidades. No es que aspirar a realizar ideales resulte necesariamente inconveniente o problemático, pero dejar de distinguir entre lo ideal, siempre subjetivo, y lo real, puede resultar patológico.

Lo ideal se define por oposición a lo real. Los ideales son valiosos para orientar, dirigir y encauzar, mas no para medir o evaluar el grado de evolución de una realidad dada; para ello es necesario proveernos de mejores términos de comparación: un estado precedente al aquí y al ahora de esa misma realidad o alguna otra realidad análoga y en similar estado evolutivo.

No hay realidad, por excelente que resulte, capaz de superar la prueba del contraste con modelos ideales, sobre todo si se ignoran su nivel de desarrollo en un determinado punto inicial o las condiciones, circunstancias y contexto históricos.

El poder explicativo de la idea de Paz, de la que me he servido como pórtico, es formidable. Las realidades humanas, incluida la persona (cada una de ellas), no son algo dado, al menos no totalmente, sino que son obra en construcción, siempre precarias, imperfectas e inacabadas. No se trata de esencias, sino de existencias.

Nuestra democracia, como todas las del mundo, es un proceso afincado en la historia; no es un ente de razón sino una obra común. Como fenómeno histórico, los equilibrios democráticos tienden a ser inestables. Es necesario efectuar continuas revisiones, adecuaciones, rectificaciones y ajustes, pero es importante mantener la conciencia plena de que la Democracia perfecta es un ideal inexistente.

Comprender la distinción, planteada por Bobbio, entre ideales democráticos y democracia real, permite advertir que ésta es un proyecto de vida social basado en el pluralismo como nota distintiva. En ella convergen y se expresan visiones distintas e incluso antagónicas del mundo, de la sociedad y de la política, pero aquella es, precisamente, el mecanismo en el que todas ellas pueden desenvolverse y contribuir al desarrollo de un país.

Esto, sin duda, genera tensiones propias de un sistema democrático, no dirigido a construir, como los regímenes autoritarios, una paz similar a la de los sepulcros, en la que todo está quieto y estable por ausencia de vida. Por eso no debe asustar a nadie que la política democrática genere controversia, disenso y momentos de crispación o encono; los piropos no son exigibles entre contendientes. El debate y la confrontación de argumentos e ideas se cuentan entre las principales virtudes de la Democracia, frente a la imposición jerárquica propia del autoritarismo.

Los mexicanos hemos construido en pocos años un auténtico proyecto democrático, internacionalmente reconocido y apreciado, al que le hace falta, sobre todo, arraigar en la cultura. Pero internamente nos seduce cierta tendencia a la autoflagelación y a la presuposición de que todo aquello que vemos lejano en el tiempo o en el espacio y cuyos desperfectos no sufrimos, es forzosamente superior a lo que hemos venido edificando entre nosotros; a suponer que siempre son otros los que están o estuvieron mejor.

Esta tendencia, aunada a la de confundir a la Democracia con otras realidades desarrolladas a su amparo, como la economía o la política y en adjudicarle los saldos negativos de éstas, termina por saturarla de expectativas ideales y excesivas, carentes de fundamentos reales. Es preciso distinguir entre la Democracia y sus resultados, uno de los cuales es el gobierno democráticamente electo; de esta manera ni las cuentas de una política o de una economía deficiente se imputan al sistema democrático, ni éste sirve como mecanismo exculpatorio a quienes actúan indebida o torpemente.

No distinguir entre la democracia perfecta y las democracias reales puede conducir a la frustración de cualquier proyecto democrático por la vía de la añoranza autocrática. En cambio, asumir que las últimas son forzosamente deficitarias, podrá producir un cierto grado normal de insatisfacción, útil para mantenernos alertas e impulsar el perfeccionamiento del proyecto democrático que en el México de los últimos años ha experimentado un avance fabuloso y que, no obstante, podría detenerse bajo el influjo del pesimismo capaz de olvidar que la alternativa a la Democracia es siempre el autoritarismo, de cualquier género y grado.

 Roberto Martínez Espinosa.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

¿Pagar más por los libros induce a leer?

Retomo esta página electrónica tras algún tiempo prácticamente en retiro fundamentalmente debido a las exigencias propias de la función que me ha tocado desempeñar los últimos cuatro años. Cercana ya a su término tal responsabilidad, intentaré tornar a la disciplina y al hábito de escribir, pero sobre todo, dado que no tendré ya la obligación de leer tantos folios escritos en ese dialecto peculiar, antiestético y a menudo ininteligible como es el lenguaje forense, deberé incrementar considerablemente las horas dedicadas leer buena literatura, filosofía y ciencia, no escritas en tan horrenda como impostada jerga.

Disculpará el lector (tengo la vanidad, al parecer infundada, de que alguno habrá) si, mientras me desintoxico de la lengua forense, incurro en la práctica de expresarme en esos términos. Tengo que olvidar el forense y reaprender el español; quizá el proceso no sea sencillo, pero habré de emprenderlo con seriedad y constancia. De cualquier manera, si comienzo a escribir como si de un expediente judicial se tratara, mucho agradeceré al lector hacérmelo notar.

Pensando en todo lo anterior, específicamente en la necesidad de leer buenos libros, es que recordé un asunto relativo a la materia prima de esa importante actividad y a la regulación del comercio de esos artículos todavía desconocidos para ingente número de personas como son los libros. Siendo, como somos, bastante más celosos para eso de crear leyes que para aquello de cumplirlas, olvidando lo que Alejandro Nieto García resume magistralmente diciendo  «sociedad jurídicamente perfecta no es la que tiene leyes mejores sino la que tiene pocas porque no necesita más», o lo que ya Erasmo señalaba tiempo atrás: «las malas costumbres son el origen de las buenas leyes», nos hemos dado a la tarea de promulgar leyes con admirable constancia.

Doscientas ochenta leyes federales aparecen referidas en el portal de internet de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión de México,  en dónde únicamente están incluidas las normas emanadas del Poder Legislativo Federal, sin tomar en consideración tratados internacionales suscritos por México (así llamado, aunque luego haya quienes se escandalicen porque alguien haya tenido la idea de ajustar la denominación jurídica al uso común); reglamentos y demás normas emanados de los poderes ejecutivo y judicial; leyes estatales y del Distrito Federal; reglamentos y otras ordenanzas municipales; normas oficiales mexicanas y vaya usted a saber cuantas más.

Dentro de esa vasto, confuso, desordenado y, con frecuencia, contradictorio amasijo de normas de las cuales, no es descabellado pensarlo, cada buen ciudadano de la república puede estar violando cuatro o cinco por día, sin siquiera advertirlo, encontramos una ley que motiva hoy mi reflexión: la Ley de Fomento para la Lectura y el Libro.

Como se recordará, dicha ley, luego de ser aprobada sucesivamente por ambas cámaras del Congreso de la Unión, fue promulgada y publicada finalmente por el entonces Presidente Felipe Calderón el 24 de julio de 2008, previa superación por el Legislativo del veto (observación) que antes le impusiera su antecesor Vicente Fox.

Un tema central de la legislación de referencia es la imposición del Precio Único a los libros, según el cual todos los distribuidores del país deben venderlos a idéntico precio fijado previamente por las editoriales. Lo anterior se planteó como un mecanismo para evitar la odiosa práctica (desde luego, odiosa para algunos) de ciertos comerciantes de libros de ponerlos a disposición del lector a precios más accesibles y para, supuestamente, a partir de allí estimular el hábito de la lectura.

El argumento principal utilizado por el entonces Presidente para negar la sanción (aprobación) a la ley, fue de índole económica y constitucional. Se señalaba que el efecto del precio único, traducido como prohibición de ofrecer precios mejores, era una restricción injustificada a la libre competencia que terminaría por encarecer los libros y esto, a su vez, por inhibir más que fomentar la lectura.

La andanada de críticas no tardó en caer sobre el entonces Presidente, fundamentalmente recuerdo artículos en que se planteaba una línea de razonamiento  que utilizaba como premisa la atribución de una ignorancia proverbial a tan pintoresco gobernante, la cual explicaba el veto a la ley, bajo el argumento de que éste desconocía el funcionamiento de la industria del libro como caso de excepción a las leyes ordinarias del mercado las cuales señalan, más o menos, que a un incremento en los precios ordinariamente sigue un decremento en la demanda y el consumo. Sobra decir que nunca se explicaban cuales son las específicas leyes que supuestamente rigen el mercado de libros de manera diversa al común, ni mucho menos cuales son sus fundamentos.

Algunos distribuidores interpusieron medios legales de defensa reclamando la inconstitucionalidad de la ley, los cuales finalmente no prosperaron, aunque mucho me temo que el Precio Único del Libro resulta claramente contrario a la Constitución.

A poco más de cuatro años de promulgada y publicada la ley, creo que deberían evaluarse con seriedad, probidad e imparcialidad los efectos y resultados del Precio Único del Libro, verdadero objeto de la ley indicada, al que se le rodeó de otra serie de artículos nada más para darle cuerpo y ornato a su principal finalidad.

Basado en mi experiencia como comprador habitual y compulsivo de libros, lo cual evidentemente dista de ser algo siquiera parecido al estudio que refiero, advierto un notorio incremento, bastante más allá de los índices inflacionarios, al precio de los libros acumulado durante los últimos cuatro años. Creo que los motivos en que en su momento se basó el veto presidencial eran fundados: la prohibición de los descuentos ha terminado por encarecer el libro y no se ve cómo reducir el poder de compra del potencial lector pueda estimularle a leer más.

Además de lo anterior, creo que la coloquialmente llamada Ley del Libro nació anacrónica. Surgió coetáneamente con el libro electrónico y la facilidad con la que el avance tecnológico pone a disposición del lector libros convencionales y electrónicos mediante operaciones internacionales. El control interno del precio de los libros, en un contexto como el actual, no parece tener ningún sentido.

Una medida que impide ofrecer libros a precios menores evidentemente es una medida de protección dictada para favorecer a una determinada persona o grupo de ellas. Evidentemente no es el comprador de libros quien se ve beneficiado, no es al lector al que beneficia comprar libros más caros. Habrá que indagar quién o quienes han ganado con la medida y por qué se buscó favorecerlos.