En su prólogo a Historia de la
Filosofía de Karl Vorländer, escribe Ortega y Gasset acerca de «la
incultura específica de nuestro tiempo». El planteamiento es claro: la excesiva
especialización conduce a una nueva forma de incultura en la que, cada uno,
encerrado en su específico campo de especialidad ignora groseramente lo que
ocurre en los demás, de tal manera que no sólo las ciencias, sino también los
hombres –dicho esto en su sentido prístino referido a género humano-, nos vamos
quedando incomunicados y, aun cuando poseamos profundos conocimientos en un
área determinada, terminamos por entendernos, en el mejor de los casos, únicamente
con quienes habitan nuestro mismo gueto gremial.
Antonio Gómez Robledo advertía
también sobre los riesgos de la excesiva especialización cuando llamaba a un
grupo de bachilleres a no olvidar que «antes que el especialista está el hombre». Creo
que la idea es particularmente relevante e nuestros días, porque finalmente la
cultura es lo que constituye la savia que nutre el carácter de un pueblo, su
segmentación en ámbitos cada vez más estrechos, aunque más profundos, divide e
incomunica si no se cuenta con instrumentos que permitan la sólida vertebración
social. Es el propio Ortega quien advierte que una cultura así segmentada,
conduce al desarrollo de sociedades desestructuradas.
«La ignorancia del que es por
completo ignorante toma un cariz pasivo e innocuo», dice Ortega; el verdadero peligro
radica en la ignorancia de los doctos, aquellos que son especialistas e,
incluso, autoridad en una específica rama del saber o de la actividad humana, y
que luego no les permite reconocer que los instrumentos de navegación que con destreza
dominan para sortear hábilmente las procelosas aguas que les son conocidas,
carecen de la misma valía en otros no menos tempestuosos mares. Así, en
términos de Ortega, el que es docto o hábil en una específica ciencia, arte o
técnica «no se determinará a confesar su perfecto desconocimiento de las demás.
Transportará el sentimiento dominador que, al andar por su especialidad,
experimenta a los temas que ignore. Mas como los ignora, su soberbia –más gremial
que individual- no le consiente otra actitud que la imperial negación de esos
otros temas y esas otras ciencias».
El peso de un argumento de autoridad –
que no es nunca decisivo por sí mismo- se basa en buena medida en que quien se
presenta como tal hable dentro del específico campo en que es considerado
docto. Así, las opiniones de un reputado jurista en lo referente al diagnóstico
y tratamiento de la enfermedad de un paciente, tienen muy escasa validez. Si éste, basado en la sólida formación doctoral del famoso legista, quiere fiarse
en ellas, lo más probable es que termine pronto por ver deteriorada su salud
más que restablecida. «El buen ingeniero y el buen médico –continúa Ortega-
suelen ser en todo lo que no es ingeniería o medicina, de una ignorancia
agresiva o de una torpeza mental que causa pavor. Son representantes de la
atroz incultura específica que ha engendrado la cultura demasiado especializada».
«Nadie entienda que yo ataco al
especialismo en lo que tiene de tal; indudablemente uno de los imperativos de
la ciencia es la progresiva especialización de su cultivo. Pero obedecer este
solo imperativo es acarrear a la postre el estancamiento de la ciencia y por un
rodeo inesperado implantar una nueva forma de barbarie», advierte nuestro célebre
pensador, de manera certera. El especialista suele ver de más cerca y enfocar
mejor su objeto al observarlo con más detalle y profundidad, pero también con
frecuencia pierde la perspectiva de lo que está alrededor del propio objeto.
Para decirlo acudiendo al lugar común, los árboles terminan por impedirle ver
el bosque.
La mente humana tiene la virtud
de abstraer, de poder aislar o segregar objetos del mundo o cualidades de sus
propios objetos para conocerlos de mejor manera; pero, en el mundo real, ni las
realidades individuales están desagregadas del mundo, ni las propiedades lo
están de las realidades a las que están inheridas. El mundo es sumamente
complejo y nuestra mirada incapaz de abarcarlo. Nuestro saber es, por tanto, limitado,
siempre es necesario volver a integrar en una visión más amplia del mundo
nuestros particulares conocimientos.
Por otra parte, cada campo del
saber o de la actividad termina por desarrollar su propio lenguaje, el cual, a
menudo, sobre todo si se abusa de él o se le construye o emplea
inadecuadamente, termina por tornarse incomprensible para los legos, es decir,
para los no especialistas. De allí la tendencia a la segregación por segmentos
culturales altamente especializados, ignorantes y desinteresados de cuanto
ocurre fuera de su ámbito de saber o de acción. Para cada uno termina por
importar únicamente aquello que está dentro de su ámbito de interés, porque
incluso las especialidades terminan disolviéndose en una maraña de subespecialidades
que terminan por incomunicarse entre sí.
Así, los problemas del mundo y de
la sociedad, que evidentemente desbordan cualquier campo específico, terminan
siendo vistos únicamente a través de lentes que permiten enfocar bien algún
aspecto de la realidad, pero que para ello prescinden de la amplitud visual. De
esta manera el conocimiento y la cultura se tornan, probablemente, más
profundos, pero menos amplios y conexos.
Cada uno identificamos un
problema o un determinado haz de problemas, aquellos que están bajo nuestra
escrutadora mirada de especialista, con frecuencia son ellos y sólo ellos los
que nos interesan, los que constituyen el pequeño barrio dentro del que nos
movemos con seguridad, porque lo conocemos o creemos conocerlo bien, pero que
finalmente nos impide conocer el resto del mundo. Cuando nos aventuramos a
salir de nuestro pequeño territorio, no es raro pretender que nuestro conocimiento acerca de
lo que dominamos nos autoriza a orientar a otros en los terrenos que nos son
desconocidos.
A este respecto, el papel de la
cultura, en general, y de la filosofía en lo particular, ha sido el de tratar
de ofrecer una visión integradora, más general, que permita vertebrar y
comunicar lo que la especialización desintegra. Pero si la cultura de los
especialistas se reduce a su cada vez más específico campo de acción, no puede
cumplirse esa función estructurante de lo social que la cultura está llamada a
realizar. Porque entonces lo que se genera es, por así decirlo, un conglomerado
amorfo de culturas barriales segmentadas, pero entre sí incomunicadas que
sustituyen a una auténtica cultura social.
Creo que los especialistas de
hoy, con sus grados académicos y sus títulos cuasi nobiliarios, deben
trascender su campo específico de acción para conocer el mundo más allá de las
fronteras de su propia disciplina y, al hacerlo, deben reconocer que su
destreza en un campo no los convierte en autoridad en todos. No se debe olvidar
que los títulos y grados no confieren de por sí sabiduría, pero infatúan e
impiden ver la propia ignorancia.