Por diversas razones,
fundamentalmente responsabilidades laborales que todavía me aquejan, aunque no
por mucho tiempo, no he logrado retomar el hábito de poner por escrito algunas
ideas de manera constante. Por ello he desatendido un poco este espacio.
Sin embargo, el gélido fin de
semana ha logrado estimular un poco, al menos es lo que yo pienso, a mi
eremítica neurona que se ha puesto a trabajar sobre una idea que alguna vez le
había cruzado ya por el frente, pero sobre la que no se había detenido: ¿hasta
dónde nuestro país tiene una Constitución con las características que exige un
Estado Constitucional de Derecho? Lo que aquí escribo es apenas un atisbo al
que le hace falta mucha tarea de estudio, reflexión e investigación, pero me
interesa irlo sometiendo a discusión.
La Constitución Española, desde
1978, ha sufrido sólo dos enmiendas. La primera publicada en el Boletín Oficial
del Estado el 28 de agosto de 1992, con motivo de la incorporación de España a
la Unión Europea para permitir a los ciudadanos comunitarios residentes en
España ejercer el voto pasivo en elecciones municipales. La segunda fue publicada el 27 de septiembre de 2011 con la finalidad de ajustar el
déficit fiscal del Estado Español en su conjunto a los límites establecidos por
la Unión Europea.
Esta última reforma resultó
sumamente polémica. En primer lugar, porque ocurrió en el contexto de una aguda
situación de emergencia económica. En segundo término, por el procedimiento de
modificación seguido, el cual, conforme lo señala el artículo 167.1 de la
Constitución Española, requiere, en principio, de la aprobación por las dos
cámaras con mayoría de tres quintas partes de cada una. El artículo 167.3 de la
misma Constitución posibilita el referéndum para ratificar la modificación
constitucional, siempre y cuando el diez por ciento de cualquiera de las
cámaras lo solicite dentro de los quince días siguientes a su aprobación, lo
que en este caso no ocurrió.
El debate se centró fundamentalmente
en la ausencia de una consulta a la ciudadanía para la ratificación de la
reforma y en determinar si es conforme con las exigencias de un Estado
Constitucional de Derecho que, para la determinación de los contenidos
normativos de una Constitución, baste la conformidad de los principales
partidos políticos.
En México, acostumbramos como
estamos a la perenne mirada tutelar de lo que se ha dado en llamar el
Constituyente Permanente -término que, bien vistas las cosas, podría resultar
no ser sino una contradicción en sus términos-, que no es otra cosa sino el
procedimiento agravado establecido para la reforma Constitucional por los
poderes constituidos conformados por ambas cámaras del Congreso de la Unión y
las legislaturas locales, una reforma constitucional no suscita el menor
asombro ni despierta, por el sólo hecho de que se modifique la norma
constitucional, polémica alguna. Modestamente pienso que debería de hacerlo.
Nada más entre los años 2008 a
2012, si las cuentas no me fallan, nuestra Constitución fue modificada en
veintiocho ocasiones. Sin entrar al análisis del contenido de cada reforma, ni
a su valoración, me detengo a reflexionar sobre su número (5.6 reformas por
año, en promedio), sobre el procedimiento modificatorio y sobre quiénes lo
llevan a cabo, con independencia de las bondades o defectos de las enmiendas.
Menos mal que, a decir de algunos, ese lapso ha sido de parálisis legislativa.
Una de las características que
los teóricos consideran propia de un Estado Constitucional es lo que aquí denominaremos
la relativa estabilidad de los contenidos constitucionales. Tal fin suele perseguirse
a través de un procedimiento agravado de reformas respecto al procedimiento
legislativo ordinario. Esto, así simplificado, es lo que suele llamarse rigidez
constitucional y tiende a asegurar que las normas fundamentales obtengan un
consenso más amplio que el determinado para el resto de las leyes, además de
que la estructura básica del régimen jurídico del estado mantenga
razonablemente estable la fisonomía que le identifica.
Creo que aquí surge una
distinción que me parece fundamental. Una Constitución puede ser rígida desde
un punto de vista formal o puede serlo desde un punto de vista material o
empírico. Puede resultar, en efecto, que una Constitución no disponga de
mecanismos agravados de reforma, pero que su modificación esté condicionada por
factores de equilibrio que la dificulten. Pero también puede acaecer lo
contrario: que la Constitución formalmente rígida, en la práctica no lo sea
realmente.
Si bien, en estricto sentido, la
rigidez constitucional suele ser identificada con una noción meramente
formal-procedimental, tengo la impresión de que tal concepción resulta del todo
insuficiente; de que no basta que el procedimiento de reforma constitucional resulte
más exigente que el legislativo ordinario si, considerando el resto de la
estructura constitucional y la conformación de los factores reales de poder que
intervienen en el procedimiento de reforma, incluyendo el régimen de partidos,
el sistema electoral y sus resultados, no se consiguen los fines para los
cuales el procedimiento agravado fue establecido, lo que conduce a sospechar
que debiera ser aún más exigente.
En México, para la modificación
de una norma legal basta, por lo general, la aprobación por la mayoría absoluta
(la mitad más uno) de los miembros presentes de ambas cámaras. En algunos casos
la mayoría debe ser calificada, pero son la excepción. En caso de reformas
constitucionales, es necesaria la aprobación por las dos terceras partes de los
miembros presentes de cada una de las cámaras y por la mayoría absoluta de las
legislaturas locales.
Teóricamente el procedimiento
establecido en nuestro país determina que nuestra Constitución sea catalogada,
de manera unánime, como rígida. La paradoja es que, como ha quedado manifiesto,
más de cinco veces por año nuestra Constitución es objeto de reforma con el
sólo concurso de los principales partidos políticos, lo que no es común en los
regímenes constitucionales de la actualidad. La Constitución de los Estados
Unidos de América, por ejemplo, en más de doscientos años de vigencia acumula
menos enmiendas de las que ha recibido la nuestra nada más en los últimos
cinco.
En nuestro caso, la ausencia de
un régimen federal auténtico y consolidado, conjuntamente con la configuración
del régimen de partidos políticos, tiene el efecto de que en la práctica sea
casi tan sencillo modificar una norma constitucional como una ley secundaria.
Ello obedece, por un lado, al poder hegemónico de las cúpulas partidistas en
las cámaras de diputados y senadores a nivel federal y en los congresos
locales. Por otro lado, responde a que en la composición de todas ellas
básicamente intervienen los mismos partidos políticos nacionales, aunque se
modifiquen las correlaciones de fuerzas.
De esta manera, basta el acuerdo
de los partidos políticos necesarios para alcanzar la mayoría calificada en las
cámaras federales para obtener una reforma constitucional, porque
ordinariamente esas mismas fuerzas tienen el control de la mayoría de las
legislaturas locales. De allí se explica la inexistencia de antecedentes relativamente
recientes de rechazo a una reforma constitucional por las legislaturas locales
y que raramente haya algún congreso estatal que ose votar en contra de una
reforma ya aprobada por las cámaras federales. Así, la aprobación de reformas
constitucionales por las entidades federativas ha terminado por ser una
cuestión de mero trámite.
Es necesario considerar que la
doctrina imperante de la Suprema Corte de Justicia de la Nación establece que,
salvo por razones procedimentales, las normas incluidas en el texto de la
Constitución no son susceptibles de control constitucional. Lo anterior es
discutible, pero esa discusión no viene aquí a cuento. Me limito a señalar que
contra la introducción, modificación o supresión de contenidos normativos
constitucionales no hay medio de defensa, salvo por inobservancia del
procedimiento establecido.
En momentos en que, incluso, se
ha propuesto una nueva reforma a nuestro flamante texto del artículo primero
constitucional en materia de derechos humanos a efecto de limitar sus alcances,
con independencia de si tal modificación vaya o no prosperar en el Congreso de
la Unión, debemos plantearnos la necesidad de ampliar las exigencias para la reforma
de la Constitución, a fin de acrecentar su nivel de consenso, de tal manera que
el documento que en el que se plasman nuestros derechos y deberes
fundamentales, así como las normas básicas de funcionamiento del Estado, no
quede al arbitrio de las cúpulas partidistas, trátese de algunas o de todas.
Claro que es necesario precisar,
aunque no haya aquí suficiente espacio para desarrollar el tema, que el
concepto de rigidez constitucional no es un valor absoluto, por ello lo he
identificado con la idea de una relativa estabilidad. Ni el cambio
constitucional es un valor en sí mismo, ni lo es la conservación de los
contenidos normativos de una Constitución. Además, siguiendo a Joseph Aguiló,
además de rigidez constitucional, entendida como dificultad para el cambio, es
necesaria la adaptabilidad de la Constitución, caracterizada como resistencia
constitucional, esto es, que a pesar de la estabilidad constitucional su
interpretación y aplicación la hagan compatible con las condiciones históricas
vigentes en un momento dado.
Es cierto que la Constitución es
algo más que el texto Constitucional y que no puede ser la obra unilateral de
un cuerpo legislativo o de la asociación de algunos de ellos, como ocurre en
nuestro caso, sino que es una obra de colaboración, comenzando con quienes
tienen a su cargo la tarea de interpretar ese texto, como son los tribunales
con facultades de revisión constitucional. Pero el texto constitucional es
decisivo, sin duda alguna, en un régimen de constitución escrita. Por tanto, no
puede quedar al sólo arbitrio de las cúpulas partidistas la determinación de
los contenidos constitucionales.
Tener una Constitución que cambia
más de cinco veces por año es un dato que debería preocupar aun suponiendo a
priori que la mayoría de las reformas aprobadas en los últimos años hubieran
sido en sí mismas más benéficas que perjudiciales. El problema es que son bastantes
las reformas y demasiado pocos quienes respecto de ellas deciden. Quizá es
tiempo de discutir la introducción, como parte del procedimiento de reforma a
la Constitución, de la figura del referéndum ratificatorio.
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