lunes, 21 de enero de 2013

¿De quién es la Constitución?

Por diversas razones, fundamentalmente responsabilidades laborales que todavía me aquejan, aunque no por mucho tiempo, no he logrado retomar el hábito de poner por escrito algunas ideas de manera constante. Por ello he desatendido un poco este espacio.
 
Sin embargo, el gélido fin de semana ha logrado estimular un poco, al menos es lo que yo pienso, a mi eremítica neurona que se ha puesto a trabajar sobre una idea que alguna vez le había cruzado ya por el frente, pero sobre la que no se había detenido: ¿hasta dónde nuestro país tiene una Constitución con las características que exige un Estado Constitucional de Derecho? Lo que aquí escribo es apenas un atisbo al que le hace falta mucha tarea de estudio, reflexión e investigación, pero me interesa irlo sometiendo a discusión.

La Constitución Española, desde 1978, ha sufrido sólo dos enmiendas. La primera publicada en el Boletín Oficial del Estado el 28 de agosto de 1992, con motivo de la incorporación de España a la Unión Europea para permitir a los ciudadanos comunitarios residentes en España ejercer el voto pasivo en elecciones municipales. La segunda fue publicada el 27 de septiembre de 2011 con la finalidad de ajustar el déficit fiscal del Estado Español en su conjunto a los límites establecidos por la Unión Europea.

Esta última reforma resultó sumamente polémica. En primer lugar, porque ocurrió en el contexto de una aguda situación de emergencia económica. En segundo término, por el procedimiento de modificación seguido, el cual, conforme lo señala el artículo 167.1 de la Constitución Española, requiere, en principio, de la aprobación por las dos cámaras con mayoría de tres quintas partes de cada una. El artículo 167.3 de la misma Constitución posibilita el referéndum para ratificar la modificación constitucional, siempre y cuando el diez por ciento de cualquiera de las cámaras lo solicite dentro de los quince días siguientes a su aprobación, lo que en este caso no ocurrió.

El debate se centró fundamentalmente en la ausencia de una consulta a la ciudadanía para la ratificación de la reforma y en determinar si es conforme con las exigencias de un Estado Constitucional de Derecho que, para la determinación de los contenidos normativos de una Constitución, baste la conformidad de los principales partidos políticos.

En México, acostumbramos como estamos a la perenne mirada tutelar de lo que se ha dado en llamar el Constituyente Permanente -término que, bien vistas las cosas, podría resultar no ser sino una contradicción en sus términos-, que no es otra cosa sino el procedimiento agravado establecido para la reforma Constitucional por los poderes constituidos conformados por ambas cámaras del Congreso de la Unión y las legislaturas locales, una reforma constitucional no suscita el menor asombro ni despierta, por el sólo hecho de que se modifique la norma constitucional, polémica alguna. Modestamente pienso que debería de hacerlo.

Nada más entre los años 2008 a 2012, si las cuentas no me fallan, nuestra Constitución fue modificada en veintiocho ocasiones. Sin entrar al análisis del contenido de cada reforma, ni a su valoración, me detengo a reflexionar sobre su número (5.6 reformas por año, en promedio), sobre el procedimiento modificatorio y sobre quiénes lo llevan a cabo, con independencia de las bondades o defectos de las enmiendas. Menos mal que, a decir de algunos, ese lapso ha sido de parálisis legislativa.

Una de las características que los teóricos consideran propia de un Estado Constitucional es lo que aquí denominaremos la relativa estabilidad de los contenidos constitucionales. Tal fin suele perseguirse a través de un procedimiento agravado de reformas respecto al procedimiento legislativo ordinario. Esto, así simplificado, es lo que suele llamarse rigidez constitucional y tiende a asegurar que las normas fundamentales obtengan un consenso más amplio que el determinado para el resto de las leyes, además de que la estructura básica del régimen jurídico del estado mantenga razonablemente estable la fisonomía que le identifica.

Creo que aquí surge una distinción que me parece fundamental. Una Constitución puede ser rígida desde un punto de vista formal o puede serlo desde un punto de vista material o empírico. Puede resultar, en efecto, que una Constitución no disponga de mecanismos agravados de reforma, pero que su modificación esté condicionada por factores de equilibrio que la dificulten. Pero también puede acaecer lo contrario: que la Constitución formalmente rígida, en la práctica no lo sea realmente.

Si bien, en estricto sentido, la rigidez constitucional suele ser identificada con una noción meramente formal-procedimental, tengo la impresión de que tal concepción resulta del todo insuficiente; de que no basta que el procedimiento de reforma constitucional resulte más exigente que el legislativo ordinario si, considerando el resto de la estructura constitucional y la conformación de los factores reales de poder que intervienen en el procedimiento de reforma, incluyendo el régimen de partidos, el sistema electoral y sus resultados, no se consiguen los fines para los cuales el procedimiento agravado fue establecido, lo que conduce a sospechar que debiera ser aún más exigente.

En México, para la modificación de una norma legal basta, por lo general, la aprobación por la mayoría absoluta (la mitad más uno) de los miembros presentes de ambas cámaras. En algunos casos la mayoría debe ser calificada, pero son la excepción. En caso de reformas constitucionales, es necesaria la aprobación por las dos terceras partes de los miembros presentes de cada una de las cámaras y por la mayoría absoluta de las legislaturas locales.

Teóricamente el procedimiento establecido en nuestro país determina que nuestra Constitución sea catalogada, de manera unánime, como rígida. La paradoja es que, como ha quedado manifiesto, más de cinco veces por año nuestra Constitución es objeto de reforma con el sólo concurso de los principales partidos políticos, lo que no es común en los regímenes constitucionales de la actualidad. La Constitución de los Estados Unidos de América, por ejemplo, en más de doscientos años de vigencia acumula menos enmiendas de las que ha recibido la nuestra nada más en los últimos cinco.

En nuestro caso, la ausencia de un régimen federal auténtico y consolidado, conjuntamente con la configuración del régimen de partidos políticos, tiene el efecto de que en la práctica sea casi tan sencillo modificar una norma constitucional como una ley secundaria. Ello obedece, por un lado, al poder hegemónico de las cúpulas partidistas en las cámaras de diputados y senadores a nivel federal y en los congresos locales. Por otro lado, responde a que en la composición de todas ellas básicamente intervienen los mismos partidos políticos nacionales, aunque se modifiquen las correlaciones de fuerzas.

De esta manera, basta el acuerdo de los partidos políticos necesarios para alcanzar la mayoría calificada en las cámaras federales para obtener una reforma constitucional, porque ordinariamente esas mismas fuerzas tienen el control de la mayoría de las legislaturas locales. De allí se explica la inexistencia de antecedentes relativamente recientes de rechazo a una reforma constitucional por las legislaturas locales y que raramente haya algún congreso estatal que ose votar en contra de una reforma ya aprobada por las cámaras federales. Así, la aprobación de reformas constitucionales por las entidades federativas ha terminado por ser una cuestión de mero trámite.

Es necesario considerar que la doctrina imperante de la Suprema Corte de Justicia de la Nación establece que, salvo por razones procedimentales, las normas incluidas en el texto de la Constitución no son susceptibles de control constitucional. Lo anterior es discutible, pero esa discusión no viene aquí a cuento. Me limito a señalar que contra la introducción, modificación o supresión de contenidos normativos constitucionales no hay medio de defensa, salvo por inobservancia del procedimiento establecido.

En momentos en que, incluso, se ha propuesto una nueva reforma a nuestro flamante texto del artículo primero constitucional en materia de derechos humanos a efecto de limitar sus alcances, con independencia de si tal modificación vaya o no prosperar en el Congreso de la Unión, debemos plantearnos la necesidad de ampliar las exigencias para la reforma de la Constitución, a fin de acrecentar su nivel de consenso, de tal manera que el documento que en el que se plasman nuestros derechos y deberes fundamentales, así como las normas básicas de funcionamiento del Estado, no quede al arbitrio de las cúpulas partidistas, trátese de algunas o de todas.

Claro que es necesario precisar, aunque no haya aquí suficiente espacio para desarrollar el tema, que el concepto de rigidez constitucional no es un valor absoluto, por ello lo he identificado con la idea de una relativa estabilidad. Ni el cambio constitucional es un valor en sí mismo, ni lo es la conservación de los contenidos normativos de una Constitución. Además, siguiendo a Joseph Aguiló, además de rigidez constitucional, entendida como dificultad para el cambio, es necesaria la adaptabilidad de la Constitución, caracterizada como resistencia constitucional, esto es, que a pesar de la estabilidad constitucional su interpretación y aplicación la hagan compatible con las condiciones históricas vigentes en un momento dado.

Es cierto que la Constitución es algo más que el texto Constitucional y que no puede ser la obra unilateral de un cuerpo legislativo o de la asociación de algunos de ellos, como ocurre en nuestro caso, sino que es una obra de colaboración, comenzando con quienes tienen a su cargo la tarea de interpretar ese texto, como son los tribunales con facultades de revisión constitucional. Pero el texto constitucional es decisivo, sin duda alguna, en un régimen de constitución escrita. Por tanto, no puede quedar al sólo arbitrio de las cúpulas partidistas la determinación de los contenidos constitucionales.

Tener una Constitución que cambia más de cinco veces por año es un dato que debería preocupar aun suponiendo a priori que la mayoría de las reformas aprobadas en los últimos años hubieran sido en sí mismas más benéficas que perjudiciales. El problema es que son bastantes las reformas y demasiado pocos quienes respecto de ellas deciden. Quizá es tiempo de discutir la introducción, como parte del procedimiento de reforma a la Constitución, de la figura del referéndum ratificatorio.

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