martes, 12 de febrero de 2013

Sorpresiva culminación de un papado.


La noticia dejó al mundo y a la iglesia católica en estado de estupefacción. El papa Benedicto XVI finalmente ha dimitido.

La renuncia sorprende sobre todo por lo inusual, por lo remoto y escaso de los antecedentes, no tanto por la edad y circunstancias del dimitente. El antecedente más próximo había ocurrido hace casi seiscientos años y sobran dedos en una mano para sumar los precedentes ocurridos durante poco más de dos mil años de historia eclesial.

El pontificado inmediato anterior, el de Juan Pablo II, se prolongó por cerca de veintisiete años, marcados a su término por la precaria salud y la avanzada edad del romano pontífice quien, no obstante, decidió seguir hasta el final, en estoico y heroico gesto. Eso torna la dimisión del actual, efectiva a partir de las veinte horas del próximo veintiocho de febrero, aún más contrastante. Pero así transcurrió de principio a fin la labor de Joseph Aloisius Ratzinger al frente de la sede petrina, en contraste frecuente con su antecesor.

Ahora, como es frecuente en estos casos, saldrán vaticanistas, canonistas y personajes informados de primera mano hasta por debajo de las piedras. Suspicaces como solemos ser, dada la humana tendencia a desconfiar de las explicaciones más sencillas y dar por acreditadas las más rebuscadas a medida que más inverosímiles y descabelladas se tornan, empiezan a tejerse historias por parte de aquellos a quienes no les parece suficientemente razonable que un hombre mayor de ochenta años aduzca su falta de fuerzas para la conducción de una institución como la iglesia católica y, con ella, del Estado Vaticano.

Sin pretender en modo alguno sumarme al pululante corro de expertos expondré algunas reflexiones en torno a este histórico acontecimiento.

Juan Pablo II asumió la sede de Pedro antes de cumplir los sesenta años y gobernó a la iglesia por espacio de casi veintisiete años. Lo hizo, además, a un desafiante y vertiginoso ritmo. Su presencia, juventud, carisma e incansable actividad pronto conquistaron el corazón de los fieles, así como de muchos que no lo eran.

Al final la salud del pontífice se vio deteriorada seriamente por el peso de la labor y especialmente por los daños físicos ocasionados por el atentado de que fue objeto a manos de Mehmet Alí Agca en el año de 1981. El parkinson y otras dolencias mostraban a un papa que sufría pacientemente un equivalente funcional del martirio. Ya por aquel entonces se hablaba con insistencia de una posible dimisión papal, pero Karol Jósef Wojtila decidió continuar su misión hasta las últimas consecuencias.

Podríamos pensar en el pontificado de Juan Pablo II como en un movimiento diastólico, en donde la iglesia se abre y adquiere una notable expansión. El sumo pontífice en su circunstancia histórica, desempeñó un papel relevante no sólo en la conducción de la propia iglesia, sino en el curso de los acontecimientos mundiales, precisamente en la caída del bloque comunista y el fin de la guerra fría.

La personalidad avasallante y carismática del papa nacido en Polonia cobijó con su luz un crecimiento y una manifestación de la iglesia a escala mundial sin precedentes. Pero la misma luminosidad de la figura papal mantuvo en estado latente algunas dolorosas y graves sombras.

Benedicto XVI no intentó en modo alguno parecerse a su antecesor. Frente a la juventud con la que contaba el papa polaco al asumir el pontificado, contrastaba notablemente la madurez del germano; ante el espectacular carisma de Wojtila aparecía la figura adusta y reflexiva de un académico Ratzinger; a la gran extensión del periodo de Juan Pablo II se opone la brevedad del actual; y finalmente, a la decisión del primero de llevar el pontificado hasta el óbito, se enfrenta la del segundo de dimitir cuando las fuerzas declinan.

El momento histórico y la personalidad del aún pontífice produjeron un movimiento más bien de tipo sistólico. A la incesante actividad pública de Juan Pablo II, de una gran presencia ante las cámaras y las multitudes, se opuso una conducción muchísimo más discreta y volcada a resolver las graves contradicciones y problemas al interior de la propia iglesia, más que a resolver los problemas del mundo.

Benedicto XVI enfrentó de inmediato y con energía, entre muchos otros, el problema de la pederastia en la iglesia, prácticamente le estalló entre las manos a causa de la procrastinación en que se había incurrido en el pasado. Hay quienes acusan que el problema fue finalmente atendido porque no quedaba más remedio, sin embargo, la inmediatez con la que actuó una vez asumida la sede de Pedro revela, a mi juicio, auténtica convicción. Al final no en otra cosa consiste la prudencia, sino en actuar cuando se debe, especialmente si las circunstancias lo exigen.

Supongo que hacer frente a los problemas y contradicciones urgentes de una institución como la iglesia católica ha debido ser particularmente desgastante, al grado de que el papa se ha confesado sin fuerzas suficientes para continuar la tarea. Tras el periodo de contracción que ha supuesto el actual papado parecen requerirse nuevos bríos renovadores y por tanto, una energía de la que Benedicto XVI afirma carecer.

La renuncia es, sin duda, histórica. Una vez más deja un testimonio de notable prudencia del introvertido, pero no por ello menos brillante papa Benedicto. Seguramente se habrá de comparar esta decisión con la su antecesor de ir hasta el final arrostrando vejez, debilidad y enfermedad. Sin embargo, se trata de decisiones originadas en circunstancias históricas y personales diversas que ponen de manifiesto virtudes distintas, en mi opinión no son susceptibles de ser comparadas. En cada caso se trata de la manera en que cada uno respondió a su responsabilidad histórica en situaciones disímbolas.

Sólo el que lleva la carga de la responsabilidad puede dimensionar el peso de la misma, así como de la propia fuerza para soportarla. Sobre la histórica decisión papal mucho se ha de especular. En lo personal prefiero no hacerlo y tomar por razón suficiente el peso de una responsabilidad que, a juicio de quien la lleva, ha devenido desproporcionada a su propia fuerza.

No me entristece la renuncia de Benedicto XVI. Antes bien me alegra. Me alegra no porque deje de apreciar en lo que vale la figura del pontífice, sino precisamente porque pone de manifiesto su gran estatura intelectual y moral, además de dejar la puerta abierta para la entrada de nuevos impulsos renovadores en la iglesia y constituir un testimonio capital para quienes en un momento dado tenemos o hemos tenido la oportunidad de hacernos cargo de alguna función directiva en cualquier institución: tener la prudencia necesaria para dejarla cuando las fuerzas merman o cuando se hace patente a los propios ojos la incapacidad para llevar a feliz término la tarea.
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