La noticia dejó al mundo
y a la iglesia católica en estado de estupefacción. El papa Benedicto XVI
finalmente ha dimitido.
La renuncia sorprende
sobre todo por lo inusual, por lo remoto y escaso de los antecedentes, no tanto
por la edad y circunstancias del dimitente. El antecedente más próximo había
ocurrido hace casi seiscientos años y sobran dedos en una mano para sumar los
precedentes ocurridos durante poco más de dos mil años de historia eclesial.
El pontificado inmediato
anterior, el de Juan Pablo II, se prolongó por cerca de veintisiete años,
marcados a su término por la precaria salud y la avanzada edad del romano pontífice
quien, no obstante, decidió seguir hasta el final, en estoico y heroico gesto.
Eso torna la dimisión del actual, efectiva a partir de las veinte horas del
próximo veintiocho de febrero, aún más contrastante. Pero así transcurrió de
principio a fin la labor de Joseph Aloisius Ratzinger al frente de la sede petrina, en
contraste frecuente con su antecesor.
Ahora, como es frecuente
en estos casos, saldrán vaticanistas, canonistas y personajes informados de
primera mano hasta por debajo de las piedras. Suspicaces como solemos ser, dada
la humana tendencia a desconfiar de las explicaciones más sencillas y dar por
acreditadas las más rebuscadas a medida que más inverosímiles y descabelladas
se tornan, empiezan a tejerse historias por parte de aquellos a quienes no les
parece suficientemente razonable que un hombre mayor de ochenta años aduzca su falta
de fuerzas para la conducción de una institución como la iglesia católica y,
con ella, del Estado Vaticano.
Sin pretender en modo
alguno sumarme al pululante corro de expertos expondré algunas reflexiones en
torno a este histórico acontecimiento.
Juan Pablo II asumió la sede de Pedro antes de cumplir los sesenta años y gobernó a la
iglesia por espacio de casi veintisiete años. Lo hizo, además, a un desafiante
y vertiginoso ritmo. Su presencia, juventud, carisma e incansable actividad
pronto conquistaron el corazón de los fieles, así como de muchos que no lo
eran.
Al final la salud del
pontífice se vio deteriorada seriamente por el peso de la labor y especialmente
por los daños físicos ocasionados por el atentado de que fue objeto a manos de
Mehmet Alí Agca en el año de 1981. El parkinson y otras dolencias mostraban a
un papa que sufría pacientemente un equivalente funcional del martirio. Ya por
aquel entonces se hablaba con insistencia de una posible dimisión papal, pero
Karol Jósef Wojtila decidió continuar su misión hasta las últimas
consecuencias.
Podríamos pensar en el
pontificado de Juan Pablo II como en un movimiento diastólico, en donde la
iglesia se abre y adquiere una notable expansión. El sumo pontífice en su
circunstancia histórica, desempeñó un papel relevante no sólo en la conducción
de la propia iglesia, sino en el curso de los acontecimientos mundiales,
precisamente en la caída del bloque comunista y el fin de la guerra fría.
La personalidad
avasallante y carismática del papa nacido en Polonia cobijó con su luz un
crecimiento y una manifestación de la iglesia a escala mundial sin precedentes.
Pero la misma luminosidad de la figura papal mantuvo en estado latente algunas
dolorosas y graves sombras.
Benedicto XVI no intentó en modo alguno parecerse a su antecesor. Frente a la
juventud con la que contaba el papa polaco al asumir el pontificado,
contrastaba notablemente la madurez del germano; ante el espectacular carisma
de Wojtila aparecía la figura adusta y reflexiva de un académico Ratzinger; a
la gran extensión del periodo de Juan Pablo II se opone la brevedad del
actual; y finalmente, a la decisión del primero de llevar el pontificado hasta
el óbito, se enfrenta la del segundo de dimitir cuando las fuerzas declinan.
El momento histórico y
la personalidad del aún pontífice produjeron un movimiento más bien de tipo
sistólico. A la incesante actividad pública de Juan Pablo II, de una gran
presencia ante las cámaras y las multitudes, se opuso una conducción muchísimo
más discreta y volcada a resolver las graves contradicciones y problemas al
interior de la propia iglesia, más que a resolver los problemas del mundo.
Benedicto XVI enfrentó
de inmediato y con energía, entre muchos otros, el problema de la pederastia en
la iglesia, prácticamente le estalló entre las manos a causa de la
procrastinación en que se había incurrido en el pasado. Hay quienes acusan que
el problema fue finalmente atendido porque no quedaba más remedio, sin embargo,
la inmediatez con la que actuó una vez asumida la sede de Pedro revela, a mi
juicio, auténtica convicción. Al final no en otra cosa consiste la prudencia,
sino en actuar cuando se debe, especialmente si las circunstancias lo exigen.
Supongo que hacer frente
a los problemas y contradicciones urgentes de una institución como la iglesia
católica ha debido ser particularmente desgastante, al grado de que el papa se
ha confesado sin fuerzas suficientes para continuar la tarea. Tras el periodo
de contracción que ha supuesto el actual papado parecen requerirse nuevos bríos
renovadores y por tanto, una energía de la que Benedicto XVI afirma carecer.
La renuncia es, sin
duda, histórica. Una vez más deja un testimonio de notable prudencia del
introvertido, pero no por ello menos brillante papa Benedicto. Seguramente se
habrá de comparar esta decisión con la su antecesor de ir hasta el final
arrostrando vejez, debilidad y enfermedad. Sin embargo, se trata de decisiones
originadas en circunstancias históricas y personales diversas que ponen de
manifiesto virtudes distintas, en mi opinión no son susceptibles de ser
comparadas. En cada caso se trata de la manera en que cada uno respondió a su
responsabilidad histórica en situaciones disímbolas.
Sólo el que lleva la
carga de la responsabilidad puede dimensionar el peso de la misma, así como de la
propia fuerza para soportarla. Sobre la histórica decisión papal mucho se ha
de especular. En lo personal prefiero no hacerlo y tomar por razón suficiente el
peso de una responsabilidad que, a juicio de quien la lleva, ha devenido
desproporcionada a su propia fuerza.
No me entristece la
renuncia de Benedicto XVI. Antes bien me alegra. Me alegra no porque deje de
apreciar en lo que vale la figura del pontífice, sino precisamente porque pone de manifiesto su gran estatura intelectual y moral, además de dejar
la puerta abierta para la entrada de nuevos impulsos renovadores en la iglesia y constituir un
testimonio capital para quienes en un momento dado tenemos o hemos tenido la
oportunidad de hacernos cargo de alguna función directiva en cualquier
institución: tener la prudencia necesaria para dejarla cuando las fuerzas
merman o cuando se hace patente a los propios ojos la incapacidad para llevar a
feliz término la tarea.