martes, 23 de abril de 2013

Educación secuestrada


Los maestros de escuela pública de Michoacán, Guerrero y Oaxaca continúan tomando de rehenes a sus alumnos a quienes impunemente suelen privar, bajo cualquier pretexto, del derecho a la educación establecido en el artículo tercero constitucional. En esos estados, por lo menos, la educación pública ha sido secuestrada por gremios radicales de profesores con más actitud de rufianes que de mentores. No en balde esas tres entidades son de las que reportan los peores niveles educativos del país.

El derecho a la libre manifestación de las ideas está protegido por la Constitución, pero tiene límites establecidos en el mismo artículo sexto constitucional que lo tutela, de tal manera que no ampara perturbación del orden público, comisión de delitos o violación de derechos de tercero. Sin embargo, en el contexto nacional y, particularmente, en el de las tres entidades señaladas, enarbolar dos o tres ideas -da lo mismo si son más o menos buenas o más o menos malas e incluso si resultan disparatadas y si tienen o no algún viso de justificación- es motivo para que estos y otros grupos, ante la mirada complaciente de la autoridad correspondiente, recurrentemente alteren el orden público o cometan delitos.

Es obvio que tales extremos no están constitucionalmente amparados en el derecho a la manifestación de las ideas y si, en acatamiento de la Constitución y de las leyes, se llega a hacer uso de la fuerza pública o a sancionar administrativa, laboral o penalmente a quien incurra en conductas delictivas o disturbe el orden público so pretexto de manifestar ideas, la autoridad no comete forma alguna de autoritarismo o represión injustificada, sino que cumple su misión de hacer respetar el estado de derecho, siempre que no incurra a su vez en abuso de la fuerza o de la sanción.

Cuando se trata de derechos fundamentales de carácter prestacional, como los servicios educativos y sanitarios, los servidores públicos encargados de prestarlos carecen del derecho a suspenderlos bajo el pretexto de manifestar sus ideas o patentizar sus demandas, porque la suspensión unilateral de un servicio público correlativo de la prestación de un derecho fundamental, necesariamente incide en la vulneración del derecho de terceros a que alude el artículo sexto de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.

En estas condiciones, en mi opinión, quienes prestan servicios públicos correlativos de derechos fundamentales no tienen derecho a manifestar sus ideas, demandas o pretensiones, por ninguna vía que implique dejar de prestar el servicio o impedir que este sea prestado, pues en tal caso se vulnera el derecho de terceros, como es el de los educandos a recibir educación pública, situación que se agrava cuando se afectan los derechos de la infancia.

Lo anterior no quiere decir que los profesores carezcan del derecho a manifestarse, sino que deben buscar la manera de compatibilizar su derecho con el interés superior de los estudiantes a quienes se deben y, por consecuencia, ejercer su derecho a reclamar lo de siempre -pases automáticos, más prebendas o exclusión de cualquier control y exigencia de calidad- o lo que consideren adecuado, mediante vías que no impliquen la suspensión de servicios a los que otros tienen derecho por más que, mucho me temo, en no pocos casos la mala calidad de los docentes constituya de suyo vulneración al derecho fundamental a la educación pública.

El problema radica, me parece, en que los gremios que agrupan a los maestros han logrado patrimonializar para sí la educación, descentrándola de su eje articulador, que debían ser los estudiantes mismos, para trasladarlo a los maestros. Por tanto, los profesores ven con total y absoluta naturalidad privar a los alumnos de la enseñanza porque, en el fondo, para ellos carece lisa y llanamente de importancia el derecho de los alumnos pues, en su torcida concepción y convicción, el sistema educativo no se estructura en función del derecho de los alumnos a la instrucción pública, sino del derecho de los maestros a la plaza y a los beneficios que les reporta, respecto del cual no admiten limitación, restricción o regulación alguna, ni siquiera en orden a salvaguardar el superior interés de los niños a quienes dicen enseñar o el derecho fundamental de las personas a la educación pública gratuita.

Estoy convencido de que los maestros o cualquier otro servidor público cuya actividad esté ligada al ejercicio de derechos de terceros, particularmente si se trata de derechos fundamentales, como el acceso a la educación o a la salud, no actúan en ejercicio de un derecho cuando unilateralmente suspenden el servicio que están obligados a prestar e incurren por ese sólo hecho en ilícitos laborales y administrativos que debieran acarrear las correspondientes sanciones, incluida la inmediata suspensión de salarios y el cese una vez que legalmente se configure el abandono de la fuente de trabajo.

El artículo 215 del Código Penal Federal, en su fracción III, establece que comete el delito de abuso de autoridad el servidor público que indebidamente retarde o niegue a los particulares el servicio que tenga obligación de otorgarles. Ese delito se comete, sin duda alguna, cuando los profesores de enseñanza pública, quienes son servidores públicos, de manera unilateral deciden dejar de prestar el servicio en perjuicio de los titulares del derecho fundamental a la educación, sin que valga aducir, como eximente de responsabilidad penal, el ejercicio de un derecho, porque, como ya lo vimos, el derecho a la manifestación de las ideas no protege ni justifica la vulneración de derechos fundamentales de terceros.

Por consiguiente, la suspensión de clases como forma de protesta magisterial no está constitucionalmente permitida y no debería de ser tolerada ni dejada impune, sino que deberían aplicarse, sin vacilación alguna, las sanciones administrativas, laborales e incluso penales que procedan. Sólo así el Estado, precisamente las entidades federativas - los estados o el Distrito Federal-, que son quienes tienen a su cargo directamente la prestación del servicio público de educación, cumplirán con su obligación de preservar el estado de derecho y garantizar los derechos fundamentales de las personas. 

miércoles, 3 de abril de 2013

Cultura y actitudes democráticas


A falta de la calma para escribir cosas nuevas, les comparto algo de hace un par de añitos.

Nuestro país se ha inscrito recentísimamente en la nómina de naciones calificadas como democráticas, pero ello no se ha conseguido ex nihilo, sino que nuestra moderna democracia se ha venido edificando sobre los escombros del autoritarismo. Contra lo que las nuevas generaciones de mexicanos podrían suponer, la democracia en nuestro país es moneda de nuevo cuño, que ha venido formándose en sustitución de una larga tradición política no democrática, por decir lo menos.

Frente a esto, a partir de la década de los noventas del siglo pasado dio inicio lo que se ha venido denominando «transición a la democracia», impulsada a través de sucesivas reformas electorales sobre temas centrales como sistema electoral propiamente dicho (conversión de votos en escaños), autonomía de los órganos electorales, justicia electoral, proceso electoral, régimen de nulidades en materia electoral, propaganda política, campañas políticas, medios de comunicación, partidos políticos, financiamiento público y privado, medios de comunicación, etcétera. Sin embargo, la transición democrática, a mi juicio, si bien se ve consolidada e impulsada a partir de la década nona del siglo veinte, inicia en realidad con la reforma electoral de 1977 en la cual el sistema electoral se abre en definitiva a la representación proporcional y el sistema político comienza a configurarse como sistema plural. No obstante que en ese entonces subsistía un notable cariz de simulación en el ámbito electoral, la representación nacional en el Congreso adquiere, a partir de dicha reforma, una presencia opositora creciente, lo que a la postre generó la ya larga serie de reformas electorales tendentes a configurar un régimen democrático en nuestro país.

El hecho es que a partir de 1986 hemos tenido reformas electorales prácticamente al término de cada proceso electoral, con miras a corregir en la siguiente elección los defectos y los vicios observados en el anterior. El avance ha sido, sin duda, notabilísimo. Hoy, nuestro país cuenta con legislación, instituciones, procedimientos e instancias electorales sumamente complejas y desarrolladas. Parece que en el terreno de la democracia formal, los resultados son extraordinarios.

Sin embargo, al desarrollo democrático en el nivel formal e institucional, no parece haberle seguido un igual grado de evolución en el plano cultural. En otros términos, la transición a la democracia en México, ha sido impulsada por una serie de cambios constitucionales y  legales cuya finalidad ha consistido en generar prácticas y procesos en los que se respeten los principios básicos de la convivencia y de la competencia democrática, no ha sido precisamente el cambio cultural el que ha condicionado el cambio constitucional y legal, sino más bien a la inversa, al cambio cultural se le ha pretendido inducir mediante transformaciones normativas e institucionales. Sin embargo, el grado de desarrollo en ambos terrenos no ha sido homogéneo. Parece que la democracia no ha permeado suficientemente en la cultura de nuestro país y que la distancia entre la cultura democrática y las normas, las instituciones y los procedimientos democráticos no termina de reducirse.

Erasmo de Rotterdam, en su Elogio de la Locura (CAP. XXXII 137) describe, con notable ironía, un estado ideal, que me resulta particularmente ilustrativo para el tema que nos ocupa. Cito el texto:

«Por tanto, reconozcamos que las ciencias fueron introducidas como una de tantas calamidades de la vida humana, y por eso a los autores de estos males, de quienes proceden todas las desventuras, se los llama demonios, nombre que en griego equivaldría a dahmonaz, que significa los que saben.

¡Oh, qué sencillas eran aquellas gentes de la edad de oro, que desprovistas de toda especie de ciencia, vivían sin más guía que las inspiraciones de la Naturaleza y la fuerza del instinto! ¿Para qué era necesaria la Gramática, cuando el idioma era el mismo para todos y no se buscaba en el lenguaje otra cosa que entenderse unos con otros? ¿De qué les hubiera valido la Dialéctica, no habiendo opiniones contrarias? ¿Qué lugar podría tener entre ellos la Retórica, no metiéndose nadie en los negocios ajenos? ¿Para qué recurrir a la Jurisprudencia, si estaban apartados de las malas costumbres, que han sido, sin duda alguna, el origen de las buenas leyes?»

En lo personal sostengo, retomando a Erasmo, que nuestras, sin duda alguna, buenas leyes electorales han sido producto de malas prácticas en esa materia y éstas a su vez, han surgido como consecuencia de una larga tradición política y cultural de corte claramente autoritario o, por lo menos, no democrático, bajo el cual se ha desarrollado la vida política nacional durante la mayor parte de los siglos XIX y XX, eso sin hacer referencia al México colonial ni al prehispánico, ninguno de ellos caracterizado, ni remotamente, por la democracia.

Cada una de las reformas electorales a partir de 1989 ha tenido fuertes motivaciones reactivas. Esto es, con la mirada puesta en un proceso electoral recientemente concluido, se realiza una especie de corte de caja en el cual se analizan las prácticas, las conductas, las actitudes y los procedimientos insatisfactorios desde el punto de vista electoral y, de los principios rectores establecidos en orden a asegurar que los procesos electorales se ajusten a estándares suficientemente democráticos. Con ello se proyecta una reforma tendente a evitar en los siguientes procesos las prácticas indeseables observadas en el anterior y, finalmente, el mismo ciclo se repite a partir del siguiente proceso electoral de manera que, el proceso de ajuste entre la norma y las prácticas electorales parece interminable.

El primer problema que se nos presenta al valorar, en orden a la democracia, el impacto de las transformaciones normativas, procedimentales e institucionales en la dimensión cultural de la sociedad y de la ciudadanía es el de la indeterminación del concepto de democracia. De acuerdo con Ikram Antaki «Todo el mundo habla de democracia, pero no se sabe cuál contenido darle, sólo se piensa en ella en términos de forma de gobierno».

 Pareciera más bien que hemos de atenernos a una serie de concepciones distintas sobre la democracia, lo cual de suyo no deja de estar exento de consideraciones de tipo ideológico.

Así, por ejemplo, podríamos mencionar a la concepción formal o nominal de la democracia, para la cual basta la existencia de elecciones con ciertas características y de determinados procedimientos de tipo democrático para calificar a un sistema de democrático. Esta es digámoslo así, una concepción mecanicista de la democracia, para la cual son suficientes ciertos mecanismos para tener como resultado una democracia.

Existe también otra concepción, a la que el Dr. Dieter Nohlen denomina «diplomática»  de la democracia, para la cual un país puede considerarse democrático por el sólo hecho de que sus autoridades surjan de procesos electorales, haciendo abstracción del contexto político y social en el que tales procesos se desarrollan y, por tanto, de ciertas condiciones necesarias para que los comicios reúnan estándares mínimos auténticamente democráticos. Una concepción como esta se aviene muy bien con sistemas políticos de franca simulación electoral, en las que el uso de formas y procedimientos de tipo democrático son utilizados para consolidar involuciones autoritarias y para actuar contra la democracia misma.

Podríamos señalar también la concepción sustancial, sostenida de modo preponderante por Luigi Ferrajoli, para quien la democracia no se explica sin la vigencia efectiva de los derechos fundamentales a través del establecimiento de las garantías que aseguren y potencien el ejercicio de tales derechos. En estas condiciones, los derechos fundamentales operan como un límite a lo decidible o, en términos de Garzón Valdés, como un coto vedado, que a la vez limita el ámbito de las decisiones mayoritarias y asegura la autenticidad, la efectividad y la subsistencia de la democracia misma.

A las anteriores habrá que añadir, de igual manera, la concepción constitucional de la democracia, para la cual ésta no subsiste sin la vigencia y la fuerza normativa de la Constitución, ni la efectividad del Estado de Derecho. Para algunos puede existir, incluso, estado de derecho sin democracia, pero no democracia sin estado de derecho y más plenamente, sin estado constitucional de derecho.

En mi concepto hablar de democracia formal, de democracia sustancial y de democracia constitucional, es hablar de tres dimensiones o, para decirlo en términos de Zubiri, de tres momentos democráticos. El aspecto formal es condición necesaria para el establecimiento de un sistema realmente democrático, pero sin duda, no es suficiente. Para decirlo nuevamente en términos Ikram Antaki (Manual del Ciudadano contemporáneo)  «La existencia de partidos políticos y de elecciones no es suficiente para caracterizar una democracia». Parafraseando a Josep Aguiló habría que distinguir entre darse o tener normas, instituciones y procedimientos democráticos, y vivir en democracia. Un sistema auténticamente democrático debe serlo en su formalidad, en su sustancialidad y en su constitucionalidad.

Sin embargo, parece que hace falta al menos una dimensión o momento de la democracia, que viene a complementar a las anteriores: la dimensión cultural. La democracia no es sólo un mecanismo de toma de decisiones, no es meramente una forma de gobierno, es, como lo refiere el artículo tercero de nuestra Constitución, una forma de vida, una cierta manera de pensar, de actuar y de convivir de una ciudadanía, de una sociedad. Una cultura democrática facilita y promueve leyes, instituciones y procedimientos democráticos, los potencia y los torna más estables. Por el contrario, en un ambiente culturalmente no democrático se dificulta y obstaculiza la eficacia tales leyes, instituciones y  procedimientos, situación particularmente grave en entornos culturales francamente antidemocráticos y autoritarios.

La experiencia de la implantación de la democracia, incluso por la vía de las armas, en contextos culturalmente adversos, no ha resultado precisamente exitosa, cuando no ha derivado en fracasos estrepitosos. La transición institucional a la democracia, para asegurar su viabilidad, para prosperar y perfeccionarse debe ser acompañada, en paralelo, con la transición cultural a la democracia. De otra manera las malas prácticas continuarán generando leyes buenas, pero insuficientes para engendrar, a su vez, buenas prácticas. En otras palabras, la democracia requiere sí, leyes, instituciones y procedimientos; garantías a los derechos fundamentales y estado de derecho, pero sobre todo exige demócratas.

La democracia se caracteriza con una serie de valores y exigencias que le son propias. Entre ellos podríamos citar algunos como los siguientes:

a)    De modo preponderante podríamos señalar al pluralismo. La democracia parte del reconocimiento de que la sociedad es un mosaico de formas de ser y de pensar. En un Estado democrático los esencialmente iguales, pero existencialmente distintos, encuentran cabida, así como posibilidades de expresión y de participación. Por tanto, el estado democrático ha de respetar la riqueza que supone la pluralidad interna. Por consecuencia, no es la exclusión social o política lo que caracteriza a la democracia, sino la inclusión. Un Estado democrático no puede ser monocromático, monopartidista o monoideológico.
b)     De igual manera, la democracia supone la vigencia de los derechos fundamentales y en particular de la libertad, sin la cual no es posible la participación democrática.
c)      Como exigencia del pluralismo y de los derechos fundamentales un Estado democrático implica un Estado laico, en el cual las diferentes creencias e ideologías coexistentes en una sociedad polícroma, puedan convivir pacíficamente en un plano de igualdad, sin que el Estado tome partido a favor o en contra de alguna de ellas, ni mucho menos pretenda imponer o impedir a la ciudadanía la expresión de las convicciones personales.
d)     Frente al pluralismo, un mínimo de igualdad indispensable, al que algunos han identificado bajo el nombre de «mínimo vital», tanto en el aspecto económico, como educativo y en las oportunidades de desarrollo humano es fundamental para propiciar la participación democrática autónoma de las personas.
e)     El paso indispensable postulado por Dieter Nohlen, de la cultura de la mera opinión al de la argumentación.  De acuerdo nuevamente con Antaki, «El arte de argumentar se adquiere, es la mejor escuela de la democracia. Nuestro problema es que no argumentamos, estamos parados en los suburbios de la inteligencia».

Los anteriores valores y otros más han de cultivarse, no son un estado natural del ser humano, sino que se producen como resultado de procesos educativos complejos. Lo que me interesa poner de relieve es que han de trascender a la cultura de la ciudadanía y de modo particular permear hacia las actitudes y los comportamientos, si se quiere vivir y permanecer en una democracia.

Es capital el contraste entre las aspiraciones democráticas reflejadas en las leyes, en los procedimientos y en las instituciones, y la cultura democrática expresada, en ciertos hábitos, comportamientos y actitudes, más o menos generalizados, de los ciudadanos y, sobre todo, de los agentes políticos, de los poderes públicos y de los medios de comunicación.

En el caso de nuestro país, por señalar algunos elementos, me parece que existen aspectos que indican un rezago de la cultura democrática respecto de los avances alcanzados a nivel normativo, institucional o procedimental.

a)    En primer lugar parece que el pluralismo político jurídicamente reconocido y tutelado no ha trascendido plenamente al nivel cultural, no se ha traducido plenamente en el reconocimiento de las diversas expresiones y corrientes de pensamiento, ni en la tolerancia ni mucho menos en la aceptación y complementariedad entre esas diversas corrientes. Persiste una fuerte tendencia a la intolerancia y a la exclusión, al radicalismo y, por qué no decirlo, al fundamentalismo ideológico.
b)    Parece que no se ha valorado suficientemente el principio de la periodicidad de las elecciones, por el cual los triunfos y las derrotas en la arena electoral tienen un marcado carácter transitorio, no definitivo. En democracia no hay triunfos ni derrotas definitivos. Una campaña electoral no puede convertirse, por tanto, en una lucha por la supervivencia propia o por la aniquilación del contrario.
c)    Subsisten tentativas de evadir las exigencias democráticas plasmadas en las normas y de simular su cumplimiento, particularmente de aquellas reglas vinculadas directamente con el principio de equidad como las relativas al uso de recursos públicos y en general a utilizar posiciones de poder  para obtener rendimientos electorales personales o partidistas.
d)    Persisten actitudes tendentes a minar la confianza ciudadana en las autoridades electorales.
e)    El debate político se ha trasladado fundamentalmente a los medios de comunicación, bajo la forma preponderante de la opinión, en demérito de la argumentación mediante la cual deben justificarse de manera racional y razonable las posiciones.
f)     Hay, como lo señala el profesor Dieter Nohlen, una cierta tendencia a sustituir el modelo democrático representativo, caracterizado por una democracia electoral, por una democracia directa o participativa, de corte plebiscitario.
g)    La crisis del sistema de partidos, puesta en manifiesto, entre otras situaciones por las manifestaciones abstencionistas y «anulacionistas», respecto del voto y las favorables a las candidaturas independientes.
h)    La pretensión de cargar a las cuentas del sistema democrático, las deficiencias del modelo económico.

Estos son sólo algunos aspectos mediante los cuales podemos apreciar lo que en términos del Dr. Nohlen, podríamos señalar como un «desfase» entre la cultura democrática y los procedimientos democráticos.  El peligro real es el de las regresiones autoritarias, siempre latentes en virtud de que la democracia es una realidad dinámica que hay que alcanzar, mantener y perfeccionar constantemente. No son ajenas a la realidad latinoamericana las tentativas de sustituir, por ejemplo, al sistema de partidos, mediante el uso de procedimientos democráticos, por sistemas unipersonales autoritarios.

No obstante lo anterior, en nuestro país lentamente los procedimientos democráticos han venido generando una incipiente cultura democrática, sin embargo, aun cuando la distancia entre cultura y procedimientos se ha reducido, el proceso de ajuste resulta insuficiente, de manera que ni la sombra de las reformas regresivas ni la de la involución hacia el autoritarismo se han disipado del todo, aun cuando en lo personal creo que hay razones suficientes para confiar en que la persistencia en la aplicación de buenas leyes, terminará por consolidar buenas costumbres.