lunes, 31 de mayo de 2010

Esa seda que rebaja
tus procederes cristianos
obra fue de los gusanos
que labraron tu mortaja.
También en la región baja
la tuya han de devorar.
¿De qué te puedes jactar,
ni en qué tus glorias consisten
si unos gusanos te visten
y otros te han de desnudar?


Pedro Calderón de la Barca
La vida es sueño
Llenate de ambición, ten el empeño;
ten la más loca, la más alta mira;
no temas ser espíritu, ser sueño,
ser ilusión, ser ángel, ser mentira.
La verdad es un molde, es un diseño
que rellena mejor quien más delira…
¿que la ciencia es brutal y que no sueña?
¡eso lo afirma el asno que la enseña!
Pedro Palacios (Almafuerte)
Sin tregua.

miércoles, 12 de mayo de 2010

La susceptibilidad está a flor de piel. Es tan fácil ofender al mexicano. Basta con rozarle la ropa; darle un pequeño empujón, involuntario desde luego, en el tumulto del autobús; quedarse viendo por un segundo a la esposa, así sea para constatar su fealdad, porque dos segundos ya no se resistirían; saludarlo con la cara seria, simplemente porque uno trae dolor de muelas. Al mexicano no hay que lastimarlo ni con el pétalo de una rosa.

Porque se siente. Sentirse es un verbo reflexivo que conjugamos todo el día, y que no es fácil hallarle explicación filológica, por la sencilla razón de que “sentirse” es verbo que registra más el alma mexicana que la gramática española. Estar sentido con alguien es lo mismo que estar dolido, triste, enojado por algún desaire que nos hicieron. Muchas veces real y, muchas más, aparente.

La imaginación del mexicano trabaja horas extras viendo moros con tranchete, donde no hay moros ni tranchetes. En fuerza de su natural susceptible cree advertir aquí una mala cara, allá una mala voluntad, siempre en espera de lo peor, temeroso a cada paso de la emboscada, con lo que él mismo se abre una fuente de sufrimientos y pequeños odios más o menos gratuitos.

J.A. Peñalosa
El mexicano y los siete pecados capitales.
Rara vez tenemos la revelación de nosotros mismos y, consiguiente, rara vez Dios es para nosotros Presencia. Absorbidos por el viaje, siervos de la circunstancia, olvidamos el Origen, el Término y el sujeto mismo de la carrera anhelante.

Nuestra libertad no eludirá el encuentro final. Se ejercita en el camino; pero la meta es necesaria. Siendo un destino eterno y una radical disyuntiva –felicidad o dolor sin término, cumplimiento o frustración, paz perfecta en la luz de Dios o desesperación sin consuelo-; siendo Dios, el Padre Omnipotente y Misericordioso, no sólo accesible, sino ansioso de comunicación con nosotros, debiera nuestra vida ser un diálogo incesante con Él, para preparación y seguridad del abrazo sin fin. El niño que viaja con su padre no cesa de pedirle anticipaciones de la llegada, aspira a ella con impaciencia, vive exaltadamente su aventura, ávido de la estancia inminente y urgido de abreviar el tránsito. Nosotros somos malos viajeros del viaje irreversible, nada preguntamos al Padre que no deja de estar a nuestro lado; ni siquiera tenemos presente que en cada paso se abre una decisiva bifurcación y que un día incierto e indefectible nos daremos cuenta de que hemos llegado, al estrellarnos contra la eternidad; porque el camino se cortó a pico al desembocar en el abismo y nos despeñamos en él sin entenderlo ni esperarlo.

Necesitamos, aun cuando sólo sea de tarde en tarde, anudar el diálogo, rectificar la posición, vivir la Presencia inefable. No se trata de un ejercicio apologético, sino de una grave, entrañable experiencia personal; no del conocimiento de realidades exteriores, vistas a distancia, sino de la inmersión total, de la aprehensión inextricable de la verdad de Dios, de la gracia y el amor de Dios, por las más centrales exigencias de nuestro ser y para los más esenciales fines de nuestra naturaleza y nuestra vocación.
Pero estas cosas son para ser tratadas a solas. Dios y yo somos los únicos interlocutores en la confrontación decisiva. Deben callar todas las otras voces, apagarse las pequeñas luces terrestres, borrarse todo lo que no sea yo mismo, mi yo substancial, permanente, irreductible. Yo solo, desnudo, intensamente absorto en tu Presencia. Yo en silencio para todo, menos para Ti; sordo a todo, menos a tu voz, Señor.

Pero todo diálogo es una colaboración, y cuando Tú hablas, una labor ardua es indispensable aun para saber oírte. Debo abrirte el camino en la selva hasta mi conciencia más recóndita, hasta el centro de mí. Debo también atreverme a subir por tus caminos, en la solemne ascensión que ahora no me llevará sino a parajes desde donde pueda verte y oírte desde lejos; pero que estarán ya infinitamente más cerca de Ti que mi escenario de todos los días. Debo ser penetrantemente activo. Sepa, Señor, callar y esforzarme para hablar contigo de mí.


La Creación es un acto individual. Dios no fabrica en serie. Toda su omnipotencia gravita como sobre un punto para arrancar de la nada cada nuevo ser. Entre las infinitas posibilidades de ser que había en la mente de Dios antes de que yo fuera, me escogió a mí, especialmente, individualmente, personalmente. Soy un predilecto.

Soy porque Dios quiso que fuera y quiere que sea. Esa es mi causa única, mi título de existencia, la carta-magna de mis derechos frente a los demás hombres, en la sociedad y frente a ella, la ley fundamental de mi conducta moral. Todo lo demás, mis padres mismos, me prepararon, me recibieron, me ampararon; pero no me crearon. Todo se lo debo a Dios. Y si vivo porque Dios quiere, es voluntad de Dios que se cumpla la voluntad de Dios en mí y que todos los hombres y todas las cosas respeten la voluntad y la obra de Dios en mí, sirvan al designio de Dios sobre mí, concurran al cumplimiento de mi fin.
Mi dependencia de Dios y mi incoercible vocación hacia Dios son los términos fundamentales, indestructibles, de la trayectoria de mi vida. Dios y yo, la única vinculación fundamental, el hecho esencial de mi destino.

Si el Señor me dio naturaleza espiritual, es decir, indestructible, me creó para la eternidad. La vida, mi vida, es un tránsito. Mi fin es eterno. Voy a Él ineluctablemente: o por el camino escogido libremente y que desemboca en la visión beatífica, en el goce feliz, perfecto, interminable de Dios o por el camino de la fuerza, de la rebeldía y de la locura que termina en la sombra y en la desesperación sin remedio.

No acaba de convencerse el hombre moderno de la realidad actual, humana y accesible, de Nuestro Señor Jesucristo. No sabemos comunicarnos con Él, tratarlo. No lo vivimos como un amigo presente que, además, es nuestro Creador y nuestro Redentor. Con razón Romano Guardini subraya, para esta generación nuestra, que la vida del cristiano, más que una doctrina y más que una moral, ambas necesarias, es una participación directa, positiva, en la vida de Cristo.

Somos tan torpes que aun desfiguramos los sacramentos y nos privamos de su mejor riqueza –destinada, sin embargo, a nosotros- al entenderlos como algo entre Cristo y nosotros, no en el sentido de la puerta que facilita el encuentro y el abrazo, sino del instrumento, la representación o la delegación entre quien recibe la gracia y quien la da. Por esto es rutinaria, mezquina, estéril nuestra fe en la Eucaristía, que debiera tenernos constantemente encendidos de jubilación, de anonadamiento y de amor. Por eso no son nuestras comuniones, delirantes y vertiginosas anticipaciones de la bienaventuranza.

Efraín González Luna.
Intimidad Espiritual.