Retomo esta página electrónica
tras algún tiempo prácticamente en retiro fundamentalmente debido a las
exigencias propias de la función que me ha tocado desempeñar los últimos cuatro
años. Cercana ya a su término tal responsabilidad, intentaré tornar a la
disciplina y al hábito de escribir, pero sobre todo, dado que no tendré ya la
obligación de leer tantos folios escritos en ese dialecto peculiar,
antiestético y a menudo ininteligible como es el lenguaje forense, deberé
incrementar considerablemente las horas dedicadas leer buena literatura, filosofía
y ciencia, no escritas en tan horrenda como impostada jerga.
Disculpará el lector (tengo la
vanidad, al parecer infundada, de que alguno habrá) si, mientras me desintoxico
de la lengua forense, incurro en la práctica de expresarme en esos términos. Tengo
que olvidar el forense y reaprender el español; quizá el proceso no sea
sencillo, pero habré de emprenderlo con seriedad y constancia. De cualquier
manera, si comienzo a escribir como si de un expediente judicial se tratara,
mucho agradeceré al lector hacérmelo notar.
Pensando en todo lo anterior,
específicamente en la necesidad de leer buenos libros, es que recordé un asunto
relativo a la materia prima de esa importante actividad y a la regulación del
comercio de esos artículos todavía desconocidos para ingente número de personas
como son los libros. Siendo, como somos, bastante más celosos para eso de crear
leyes que para aquello de cumplirlas, olvidando lo que Alejandro Nieto García
resume magistralmente diciendo «sociedad
jurídicamente perfecta no es la que tiene leyes mejores sino la que tiene pocas
porque no necesita más», o lo que ya Erasmo señalaba tiempo atrás: «las
malas costumbres son el origen de las buenas leyes», nos hemos dado a la tarea de
promulgar leyes con admirable constancia.
Doscientas ochenta leyes
federales aparecen referidas en el portal de internet de la Cámara de Diputados
del Congreso de la Unión de México, en
dónde únicamente están incluidas las normas emanadas del Poder Legislativo
Federal, sin tomar en consideración tratados internacionales suscritos por
México (así llamado, aunque luego haya quienes se escandalicen porque alguien
haya tenido la idea de ajustar la denominación jurídica al uso común);
reglamentos y demás normas emanados de los poderes ejecutivo y judicial; leyes
estatales y del Distrito Federal; reglamentos y otras ordenanzas municipales;
normas oficiales mexicanas y vaya usted a saber cuantas más.
Dentro de esa vasto, confuso,
desordenado y, con frecuencia, contradictorio amasijo de normas de las cuales,
no es descabellado pensarlo, cada buen ciudadano de la república puede estar
violando cuatro o cinco por día, sin siquiera advertirlo, encontramos una ley que
motiva hoy mi reflexión: la Ley de Fomento para la Lectura y el Libro.
Como se recordará, dicha ley,
luego de ser aprobada sucesivamente por ambas cámaras del Congreso de la Unión,
fue promulgada y publicada finalmente por el entonces Presidente Felipe
Calderón el 24 de julio de 2008, previa superación por el Legislativo del veto
(observación) que antes le impusiera su antecesor Vicente Fox.
Un tema central de la legislación
de referencia es la imposición del Precio Único a los libros, según el cual
todos los distribuidores del país deben venderlos a idéntico precio fijado
previamente por las editoriales. Lo anterior se planteó como un mecanismo para
evitar la odiosa práctica (desde luego, odiosa para algunos) de ciertos
comerciantes de libros de ponerlos a disposición del lector a precios más
accesibles y para, supuestamente, a partir de allí estimular el hábito de la
lectura.
El argumento principal utilizado
por el entonces Presidente para negar la sanción (aprobación) a la ley, fue de
índole económica y constitucional. Se señalaba que el efecto del precio único,
traducido como prohibición de ofrecer precios mejores, era una restricción
injustificada a la libre competencia que terminaría por encarecer los libros y
esto, a su vez, por inhibir más que fomentar la lectura.
La andanada de críticas no tardó
en caer sobre el entonces Presidente, fundamentalmente recuerdo artículos en
que se planteaba una línea de razonamiento
que utilizaba como premisa la atribución de una ignorancia proverbial a
tan pintoresco gobernante, la cual explicaba el veto a la ley, bajo el
argumento de que éste desconocía el funcionamiento de la industria del libro
como caso de excepción a las leyes ordinarias del mercado las cuales señalan,
más o menos, que a un incremento en los precios ordinariamente sigue un
decremento en la demanda y el consumo. Sobra decir que nunca se explicaban cuales
son las específicas leyes que supuestamente rigen el mercado de libros de
manera diversa al común, ni mucho menos cuales son sus fundamentos.
Algunos distribuidores
interpusieron medios legales de defensa reclamando la inconstitucionalidad de
la ley, los cuales finalmente no prosperaron, aunque mucho me temo que el
Precio Único del Libro resulta claramente contrario a la Constitución.
A poco más de cuatro años de
promulgada y publicada la ley, creo que deberían evaluarse con seriedad,
probidad e imparcialidad los efectos y resultados del Precio Único del Libro,
verdadero objeto de la ley indicada, al que se le rodeó de otra serie de
artículos nada más para darle cuerpo y ornato a su principal finalidad.
Basado en mi experiencia como
comprador habitual y compulsivo de libros, lo cual evidentemente dista de ser
algo siquiera parecido al estudio que refiero, advierto un notorio incremento, bastante
más allá de los índices inflacionarios, al precio de los libros acumulado
durante los últimos cuatro años. Creo que los motivos en que en su momento se
basó el veto presidencial eran fundados: la prohibición de los descuentos ha
terminado por encarecer el libro y no se ve cómo reducir el poder de compra del
potencial lector pueda estimularle a leer más.
Además de lo anterior, creo que
la coloquialmente llamada Ley del Libro nació anacrónica. Surgió coetáneamente con
el libro electrónico y la facilidad con la que el avance tecnológico pone a
disposición del lector libros convencionales y electrónicos mediante
operaciones internacionales. El control interno del precio de los libros, en un
contexto como el actual, no parece tener ningún sentido.
Una medida que impide ofrecer
libros a precios menores evidentemente es una medida de protección dictada para
favorecer a una determinada persona o grupo de ellas. Evidentemente no es el
comprador de libros quien se ve beneficiado, no es al lector al que beneficia
comprar libros más caros. Habrá que indagar quién o quienes han ganado con la
medida y por qué se buscó favorecerlos.
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