No soy crítico literario
ni profesional de las letras, ni nada que se le parezca. Soy lector aficionado
que suele disfrutar de la literatura sin detenerse demasiado a analizarla o a
teorizar sobre ella. Más bien soy lector hedonista que analítico o crítico y
tampoco dispongo de muchos elementos teóricos para emprender la tarea del
análisis o la crítica literaria. Pero este breve escrito no tiene más pretensión
que la de ser una nota de registro de una lectura.
Como solía decir Efraín
González Morfín, agudo pensador y excelente ser humano recientemente fallecido,
«yo no sé hacer zapatos,
pero sí sé cuales me quedan bien», tengo claro qué libros
me agradan y cuales no, por más que con frecuencia ignore las razones
determinantes de mis veleidosas preferencias. Digamos que en materia literaria
me guío exclusivamente por el sentido del gusto.
Hecha esta advertencia,
cuya única finalidad es la de prevenir al lector y confesar mi ignorancia, antes
de que sea éste quien por sí mismo termine por notarla a partir de la lectura de
mis comentarios, doy paso a una breve nota sobre la apenas concluida lectura
de La Soledad de los Números Primos, ópera igualmente prima del joven
italiano, licenciado en física, Paolo Giordano.
Se trata de una deliciosa
historia, o más bien de dos deliciosas historias, las de Alice y Mattia, dos complejos personajes marcados por graves
acontecimientos de su historia infantil cuya personalidad y profundos rasgos
psicológicos son radicalmente configurados por «el
peso de las consecuencias»
sí, por esas inoportunas invitadas a las que solemos ignorar, pero que
indefectiblemente siguen a nuestros actos.
Si Javier Marías ha construido
brillantes historias a partir de las consecuencias de lo que decimos (Corazón
tan blanco) o de lo que callamos (Mañana en la batalla piensa en mi), Giordano
edifica sobre las consecuencias de nuestras decisiones y acciones.
Callar,
decir, ocultar, denunciar, persistir, claudicar, hacer, omitir, aceptar, negar,
optar, etcétera; todo ello supone decidir y, por nimia que parezca la cuestión,
de ordinario acarrea consecuencias cuyo precio terminamos por pagar nosotros
mismos o algún tercero cómplice o víctima de nuestras decisiones que, como
magistralmente señala Giordano, tomamos en segundos pero pagamos –o alguien más
paga por o con nosotros- por el resto de la vida.
Al
decidir orientamos el curso de los acontecimientos, el mundo es menos aleatorio
de lo que parece, sólo que solemos no tomar en cuenta las consecuencias.
«Se puede
enfermar de recuerdos», dice también el narrador. En medio de esta compleja red
de cadenas eslabonada con causas y efectos, emerge la memoria como fuente de
patologías –la anorexia de Alice, por ejemplo- porque las consecuencias de
nuestras decisiones y, con ellas, las decisiones mismas, tienen a la vez el
efecto de registrarse en la memoria incorporando todo su peso, toda su gravedad.
Lo mismo sucede con las decisiones de otros que nos atañen o con los nudos
acontecimientos de nuestra vida.
La
ignorancia de las consecuencias, de su peso, no tomarlas en cuenta, nos induce a
pensar en las cosas, o en los estados de cosas, como obras de la casualidad. «La
gente no perdía el tiempo, se aferraba a unas cuantas casualidades y fundaba
sobre ellas toda su existencia», plantea paradójicamente Giordano. ¿Casualidades
o consecuencias? ¿Dónde está la frontera entre el azar y nuestras decisiones y
sus consecuencias, con toda la imprevisión y el descuido que suele
rodearlas?
La
psicología de los personajes es sólida e, incluso, magistralmente construida por
Giordano. Alice y Mattia, acorazados por el peso de
las decisiones son impenetrables aun para sí mismos, especialmente para sí
mismos. Por consiguiente, son dos seres solitarios, como los números primos,
esos sólo divisibles por sí mismos y por la unidad. Su ser actual, sus
decisiones, aparecen condicionadas y determinadas en gran medida por decisiones
precedentes. En el fondo subyace implicada la tensión entre la libertad y el
determinismo.
En lo
personal recomiendo ampliamente esta estupenda obra, la agradabilísima lectura
de La Soledad de los números primos requiere, sin embargo, tiempo libre: una vez
comenzada es difícil detenerla.
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