lunes, 17 de octubre de 2011

Que no nos alcance la ceguera.




“Los que ignoran de qué ingredientes están hechas las «ideas» creen que es fácil su transferencia de un pueblo a otro y de una a otra época. Se desconoce que lo que hay de más vivaz en las «ideas» no es lo que se piensa paladinamente y a flor de conciencia al pensarlas, sino lo que se soto-piensa bajo ellas, lo que queda sobredicho al usar de ellas. Estos ingredientes invisibles, recónditos, son, a veces, vivencias de un pueblo formadas durante milenios. Este fondo latente de las «ideas» que las sostiene, llena y nutre, no se puede transferir, como nada que sea vida humana auténtica. La vida es siempre intransferible, es el destino histórico.

Resulta, pues, ilusorio el transporte integral de las «ideas». Se traslada sólo el tallo y la flor y, acaso, colgando de las ramas, el fruto de aquel año, lo que en aquel momento inmediatamente es útil de ellas. Pero queda en la tierra de origen lo vivaz de las «ideas», que es su raíz. La planta humana es mucho menos desplazable que la vegetal. Esta es una imitación terrible, inexorable, trágica.”


José Ortega y Gasset
[1].

Honorables miembros del Presídium.

Señor Ministro Luis María Aguilar Morales.

Señor Consejero de la Judicatura Federal Daniel Cabeza de Vaca.

Amigos todos, que hoy nos acompañan.




Es para mí un gran honor compartir con ustedes este espacio, en el marco de la ceremonia inaugural de este importante esfuerzo del Poder Judicial de la Federación, a través de la Suprema Corte de Justicia, del Consejo de la Judicatura y del Tribunal Electoral; de este empeño fructífero, espero, por la transmisión de la cultura, las ideas y los conocimientos, como lo es la Feria Internacional del Libro Jurídico, que hoy inicia por décima ocasión en este lugar.

El filósofo alemán Arthur Schopenhauer, en su característico estilo, ha hecho notar que la adquisición de un libro no equivale a la del conocimiento en él contenido. Ello es rigurosamente cierto, pero yo diría que, adquirir fuentes de conocimiento, es un buen principio.

 
Ciertamente el conocimiento está como enclaustrado entre las solapas del libro, expectante, a la espera de que las trémulas manos de un ávido lector liberen el obstáculo y permitan el encuentro entre las letras y la mirada; mejor aún, entre las ideas y la inteligencia o, si se quiere, entre la inteligencia del autor y la del lector.

Ello aún resultará insuficiente porque, como lo expresó Ortega, la transmisión de la cultura, entendida como el reducto transmisible de las vivencias humanas en un contexto social, es siempre un arte difícil y nunca un logro suficiente. Pero, a pesar de tal carencia, es mucho lo que de hecho logramos transmitir, y ese es uno de los aspectos que nos distinguen del resto de los animales de la creación: la capacidad de crear y transmitir cultura.

Digo del resto de los animales, porque no hay que olvidar que, de acuerdo con la definición clásica, el ser humano es animal racional. En palabras de Álvaro de Laiglesia, «somos racionales, pero también animales, y lo peor es que se nos nota». Ciertamente el hombre, entendido como género humano, se ha convertido en el más grave predador que haya habitado jamás el planeta, en una auténtica amenaza para la supervivencia del resto de las especies y, lo que es aún peor, en un peligro para sí mismo.

Es trágica, más aún, vergonzosa la cauda de violencia, destrucción e injusticia que vamos dejando a nuestro paso. Ese no es nuestro destino, es tan sólo un accidente producido por nuestra irresponsabilidad y, por tanto, puede ser corregido. Pero eso reclama de cada uno de nosotros importantes cambios de actitud y de mentalidad. Uno de ellos, a mi juicio, implica responder con mayor denuedo a la vocación por la cultura, por la creación, transmisión y desarrollo del pensamiento, de las ideas y del conocimiento a efecto de trascender de mejor manera nuestra animalidad y propiciar el desarrollo de relaciones interhumanas más armónicas y solidarias, así como estilos de vida menos dañinos para el medio ambiente.

Una feria del libro, como la que hoy se inaugura es, estoy cierto, un gran esfuerzo, pero a la vez una mínima aportación para mejorar el curso de los acontecimientos que hoy se mueven a una velocidad vertiginosa. Sin embargo, no todo es velocidad, también hace falta rumbo y dirección. Por más que corramos, si es en la dirección equivocada, no conseguiremos sino distanciarnos más pronto del lugar de destino. Hace falta, entonces, detenerse un momento, consultar la brújula y los mapas y, sobre todo, dejar espacio para pensar. Pero ello no puede hacerse mientras se va corriendo.

Es conveniente, al menos de cuando en cuando, reposar en nuestro sillón favorito, con la brújula y la guía que para nosotros puede constituir un buen libro, para detener la marcha y revisar el rumbo de nuestra vida y de nuestra tarea. El libro está hecho de signos que conforman palabras, éstas están hechas de conceptos, y los conceptos de ideas. Las ideas se desarrollan a partir de conocimientos, susceptibles de ser transmitidos. El libro, diría Montesquieu más que hacernos leer, pretende hacernos pensar. Por ello no bastan ni el contacto físico con el libro, ni el encuentro descuidado con las palabras, aunque ello ya sea algo de suyo.

El ser humano, señala Ortega, es deudor de su pasado, de la historia, de esa historia que es cultura transmisible mediante la palabra y, capitalmente, la palabra escrita. No podemos olvidar esa deuda ni, atónitos por el portentoso desarrollo tecnológico, menospreciar la herencia plurisecular que lo ha hecho posible. Hoy no faltan profetas que, ufanos, anuncian el fin de la era del libro para dar paso a la tecnología. Pero ello no será así. Quizá, gracias a la tecnología, el libro adoptará nuevas formas, pero lo que le constituye pervivirá aún en esas nuevas formas.

Es esta una Feria del Libro Jurídico y no me he ocupado del derecho, quizá porque he puesto el acento en el libro y en la palabra. Ello podrá parecer extraño, pero no será una pérdida, porque en última instancia la materia prima de los libros y del derecho es la misma: la palabra.
Las leyes, como los libros, también se hacen a base de palabras, cuyo contenido espera ser desentrañado por el intérprete y el aplicador para descubrir en cada caso la conducta obligada, permitida o prohibida, así como la sentencia que corresponda. Es la palabra la unidad básica del pensamiento en general y del pensamiento jurídico en particular, y es este último, también, un elemento central en la cultura y en la historia de los pueblos.

Estas palabras pretenden ser una invitación a leer. También a leer derecho pero, sobre todo, a pensar y a crear a partir de los materiales que la cuidadosa lectura nos proporcione. Pero no me extiendo más, porque corro el riesgo de abusar de la palabra y comenzar, si es que no lo he hecho ya, a utilizarla de modo irresponsable y sin probidad. Ya advertía Alfonso Reyes sobre «
El peligro de usar las palabras sin probidad» el cual «sube de punto y se multiplica fantásticamente en proporción a
las facilidades mecánicas conquistadas por la industria para lanzar frases al público, constantemente y a todas horas, por el periódico, por la radio, etc. La obra de Tucídides –sigue diciendo Reyes- sobre las guerras del Peloponeso –obra inmortal que todavía nos asombra y donde todavía aprendemos- cabe toda en un número diario del Times de Londres, cuyo destino, a la caída de la tarde, es el basurero
».
[2]




Recordemos que, en sentido clásico, una definición se construye por género próximo y diferencia específica. En la noción «hombre» -otra vez entendido como humanidad en general-, el género próximo es animalidad y su diferencia específica, racionalidad. Asegurémonos, pues, de que la diferencia triunfe sobre el género. Leer puede contribuir a ello.

El admirable escritor pero, más notable lector aún, que fue Borges, refiere con dolor que, con el nombramiento de director de una importante biblioteca, con infinidad de libros a su disposición, recibió la ceguera. Por tanto, adquiramos libros, sí; sobre todo, leamos, reflexionemos, pensemos pero, démonos prisa, no sea que antes nos alcance la ceguera. Mejor todavía, hagámoslo para evitar que la ceguera nos alcance. Muchas gracias.
 
[1] Prólogo a El Collar de la Paloma, de Ibn Hazm de Córdoba.
[2] Grandeza y Miseria de la Palabra.
Discurso pronunciado en la ceremonia inaugural de la X Feria Internacional del Libro Jurídico del Poder Judicial de la Federación. San Lázaro, México, D.F. 17 de octubre de 2011.

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