miércoles, 3 de abril de 2013

Cultura y actitudes democráticas


A falta de la calma para escribir cosas nuevas, les comparto algo de hace un par de añitos.

Nuestro país se ha inscrito recentísimamente en la nómina de naciones calificadas como democráticas, pero ello no se ha conseguido ex nihilo, sino que nuestra moderna democracia se ha venido edificando sobre los escombros del autoritarismo. Contra lo que las nuevas generaciones de mexicanos podrían suponer, la democracia en nuestro país es moneda de nuevo cuño, que ha venido formándose en sustitución de una larga tradición política no democrática, por decir lo menos.

Frente a esto, a partir de la década de los noventas del siglo pasado dio inicio lo que se ha venido denominando «transición a la democracia», impulsada a través de sucesivas reformas electorales sobre temas centrales como sistema electoral propiamente dicho (conversión de votos en escaños), autonomía de los órganos electorales, justicia electoral, proceso electoral, régimen de nulidades en materia electoral, propaganda política, campañas políticas, medios de comunicación, partidos políticos, financiamiento público y privado, medios de comunicación, etcétera. Sin embargo, la transición democrática, a mi juicio, si bien se ve consolidada e impulsada a partir de la década nona del siglo veinte, inicia en realidad con la reforma electoral de 1977 en la cual el sistema electoral se abre en definitiva a la representación proporcional y el sistema político comienza a configurarse como sistema plural. No obstante que en ese entonces subsistía un notable cariz de simulación en el ámbito electoral, la representación nacional en el Congreso adquiere, a partir de dicha reforma, una presencia opositora creciente, lo que a la postre generó la ya larga serie de reformas electorales tendentes a configurar un régimen democrático en nuestro país.

El hecho es que a partir de 1986 hemos tenido reformas electorales prácticamente al término de cada proceso electoral, con miras a corregir en la siguiente elección los defectos y los vicios observados en el anterior. El avance ha sido, sin duda, notabilísimo. Hoy, nuestro país cuenta con legislación, instituciones, procedimientos e instancias electorales sumamente complejas y desarrolladas. Parece que en el terreno de la democracia formal, los resultados son extraordinarios.

Sin embargo, al desarrollo democrático en el nivel formal e institucional, no parece haberle seguido un igual grado de evolución en el plano cultural. En otros términos, la transición a la democracia en México, ha sido impulsada por una serie de cambios constitucionales y  legales cuya finalidad ha consistido en generar prácticas y procesos en los que se respeten los principios básicos de la convivencia y de la competencia democrática, no ha sido precisamente el cambio cultural el que ha condicionado el cambio constitucional y legal, sino más bien a la inversa, al cambio cultural se le ha pretendido inducir mediante transformaciones normativas e institucionales. Sin embargo, el grado de desarrollo en ambos terrenos no ha sido homogéneo. Parece que la democracia no ha permeado suficientemente en la cultura de nuestro país y que la distancia entre la cultura democrática y las normas, las instituciones y los procedimientos democráticos no termina de reducirse.

Erasmo de Rotterdam, en su Elogio de la Locura (CAP. XXXII 137) describe, con notable ironía, un estado ideal, que me resulta particularmente ilustrativo para el tema que nos ocupa. Cito el texto:

«Por tanto, reconozcamos que las ciencias fueron introducidas como una de tantas calamidades de la vida humana, y por eso a los autores de estos males, de quienes proceden todas las desventuras, se los llama demonios, nombre que en griego equivaldría a dahmonaz, que significa los que saben.

¡Oh, qué sencillas eran aquellas gentes de la edad de oro, que desprovistas de toda especie de ciencia, vivían sin más guía que las inspiraciones de la Naturaleza y la fuerza del instinto! ¿Para qué era necesaria la Gramática, cuando el idioma era el mismo para todos y no se buscaba en el lenguaje otra cosa que entenderse unos con otros? ¿De qué les hubiera valido la Dialéctica, no habiendo opiniones contrarias? ¿Qué lugar podría tener entre ellos la Retórica, no metiéndose nadie en los negocios ajenos? ¿Para qué recurrir a la Jurisprudencia, si estaban apartados de las malas costumbres, que han sido, sin duda alguna, el origen de las buenas leyes?»

En lo personal sostengo, retomando a Erasmo, que nuestras, sin duda alguna, buenas leyes electorales han sido producto de malas prácticas en esa materia y éstas a su vez, han surgido como consecuencia de una larga tradición política y cultural de corte claramente autoritario o, por lo menos, no democrático, bajo el cual se ha desarrollado la vida política nacional durante la mayor parte de los siglos XIX y XX, eso sin hacer referencia al México colonial ni al prehispánico, ninguno de ellos caracterizado, ni remotamente, por la democracia.

Cada una de las reformas electorales a partir de 1989 ha tenido fuertes motivaciones reactivas. Esto es, con la mirada puesta en un proceso electoral recientemente concluido, se realiza una especie de corte de caja en el cual se analizan las prácticas, las conductas, las actitudes y los procedimientos insatisfactorios desde el punto de vista electoral y, de los principios rectores establecidos en orden a asegurar que los procesos electorales se ajusten a estándares suficientemente democráticos. Con ello se proyecta una reforma tendente a evitar en los siguientes procesos las prácticas indeseables observadas en el anterior y, finalmente, el mismo ciclo se repite a partir del siguiente proceso electoral de manera que, el proceso de ajuste entre la norma y las prácticas electorales parece interminable.

El primer problema que se nos presenta al valorar, en orden a la democracia, el impacto de las transformaciones normativas, procedimentales e institucionales en la dimensión cultural de la sociedad y de la ciudadanía es el de la indeterminación del concepto de democracia. De acuerdo con Ikram Antaki «Todo el mundo habla de democracia, pero no se sabe cuál contenido darle, sólo se piensa en ella en términos de forma de gobierno».

 Pareciera más bien que hemos de atenernos a una serie de concepciones distintas sobre la democracia, lo cual de suyo no deja de estar exento de consideraciones de tipo ideológico.

Así, por ejemplo, podríamos mencionar a la concepción formal o nominal de la democracia, para la cual basta la existencia de elecciones con ciertas características y de determinados procedimientos de tipo democrático para calificar a un sistema de democrático. Esta es digámoslo así, una concepción mecanicista de la democracia, para la cual son suficientes ciertos mecanismos para tener como resultado una democracia.

Existe también otra concepción, a la que el Dr. Dieter Nohlen denomina «diplomática»  de la democracia, para la cual un país puede considerarse democrático por el sólo hecho de que sus autoridades surjan de procesos electorales, haciendo abstracción del contexto político y social en el que tales procesos se desarrollan y, por tanto, de ciertas condiciones necesarias para que los comicios reúnan estándares mínimos auténticamente democráticos. Una concepción como esta se aviene muy bien con sistemas políticos de franca simulación electoral, en las que el uso de formas y procedimientos de tipo democrático son utilizados para consolidar involuciones autoritarias y para actuar contra la democracia misma.

Podríamos señalar también la concepción sustancial, sostenida de modo preponderante por Luigi Ferrajoli, para quien la democracia no se explica sin la vigencia efectiva de los derechos fundamentales a través del establecimiento de las garantías que aseguren y potencien el ejercicio de tales derechos. En estas condiciones, los derechos fundamentales operan como un límite a lo decidible o, en términos de Garzón Valdés, como un coto vedado, que a la vez limita el ámbito de las decisiones mayoritarias y asegura la autenticidad, la efectividad y la subsistencia de la democracia misma.

A las anteriores habrá que añadir, de igual manera, la concepción constitucional de la democracia, para la cual ésta no subsiste sin la vigencia y la fuerza normativa de la Constitución, ni la efectividad del Estado de Derecho. Para algunos puede existir, incluso, estado de derecho sin democracia, pero no democracia sin estado de derecho y más plenamente, sin estado constitucional de derecho.

En mi concepto hablar de democracia formal, de democracia sustancial y de democracia constitucional, es hablar de tres dimensiones o, para decirlo en términos de Zubiri, de tres momentos democráticos. El aspecto formal es condición necesaria para el establecimiento de un sistema realmente democrático, pero sin duda, no es suficiente. Para decirlo nuevamente en términos Ikram Antaki (Manual del Ciudadano contemporáneo)  «La existencia de partidos políticos y de elecciones no es suficiente para caracterizar una democracia». Parafraseando a Josep Aguiló habría que distinguir entre darse o tener normas, instituciones y procedimientos democráticos, y vivir en democracia. Un sistema auténticamente democrático debe serlo en su formalidad, en su sustancialidad y en su constitucionalidad.

Sin embargo, parece que hace falta al menos una dimensión o momento de la democracia, que viene a complementar a las anteriores: la dimensión cultural. La democracia no es sólo un mecanismo de toma de decisiones, no es meramente una forma de gobierno, es, como lo refiere el artículo tercero de nuestra Constitución, una forma de vida, una cierta manera de pensar, de actuar y de convivir de una ciudadanía, de una sociedad. Una cultura democrática facilita y promueve leyes, instituciones y procedimientos democráticos, los potencia y los torna más estables. Por el contrario, en un ambiente culturalmente no democrático se dificulta y obstaculiza la eficacia tales leyes, instituciones y  procedimientos, situación particularmente grave en entornos culturales francamente antidemocráticos y autoritarios.

La experiencia de la implantación de la democracia, incluso por la vía de las armas, en contextos culturalmente adversos, no ha resultado precisamente exitosa, cuando no ha derivado en fracasos estrepitosos. La transición institucional a la democracia, para asegurar su viabilidad, para prosperar y perfeccionarse debe ser acompañada, en paralelo, con la transición cultural a la democracia. De otra manera las malas prácticas continuarán generando leyes buenas, pero insuficientes para engendrar, a su vez, buenas prácticas. En otras palabras, la democracia requiere sí, leyes, instituciones y procedimientos; garantías a los derechos fundamentales y estado de derecho, pero sobre todo exige demócratas.

La democracia se caracteriza con una serie de valores y exigencias que le son propias. Entre ellos podríamos citar algunos como los siguientes:

a)    De modo preponderante podríamos señalar al pluralismo. La democracia parte del reconocimiento de que la sociedad es un mosaico de formas de ser y de pensar. En un Estado democrático los esencialmente iguales, pero existencialmente distintos, encuentran cabida, así como posibilidades de expresión y de participación. Por tanto, el estado democrático ha de respetar la riqueza que supone la pluralidad interna. Por consecuencia, no es la exclusión social o política lo que caracteriza a la democracia, sino la inclusión. Un Estado democrático no puede ser monocromático, monopartidista o monoideológico.
b)     De igual manera, la democracia supone la vigencia de los derechos fundamentales y en particular de la libertad, sin la cual no es posible la participación democrática.
c)      Como exigencia del pluralismo y de los derechos fundamentales un Estado democrático implica un Estado laico, en el cual las diferentes creencias e ideologías coexistentes en una sociedad polícroma, puedan convivir pacíficamente en un plano de igualdad, sin que el Estado tome partido a favor o en contra de alguna de ellas, ni mucho menos pretenda imponer o impedir a la ciudadanía la expresión de las convicciones personales.
d)     Frente al pluralismo, un mínimo de igualdad indispensable, al que algunos han identificado bajo el nombre de «mínimo vital», tanto en el aspecto económico, como educativo y en las oportunidades de desarrollo humano es fundamental para propiciar la participación democrática autónoma de las personas.
e)     El paso indispensable postulado por Dieter Nohlen, de la cultura de la mera opinión al de la argumentación.  De acuerdo nuevamente con Antaki, «El arte de argumentar se adquiere, es la mejor escuela de la democracia. Nuestro problema es que no argumentamos, estamos parados en los suburbios de la inteligencia».

Los anteriores valores y otros más han de cultivarse, no son un estado natural del ser humano, sino que se producen como resultado de procesos educativos complejos. Lo que me interesa poner de relieve es que han de trascender a la cultura de la ciudadanía y de modo particular permear hacia las actitudes y los comportamientos, si se quiere vivir y permanecer en una democracia.

Es capital el contraste entre las aspiraciones democráticas reflejadas en las leyes, en los procedimientos y en las instituciones, y la cultura democrática expresada, en ciertos hábitos, comportamientos y actitudes, más o menos generalizados, de los ciudadanos y, sobre todo, de los agentes políticos, de los poderes públicos y de los medios de comunicación.

En el caso de nuestro país, por señalar algunos elementos, me parece que existen aspectos que indican un rezago de la cultura democrática respecto de los avances alcanzados a nivel normativo, institucional o procedimental.

a)    En primer lugar parece que el pluralismo político jurídicamente reconocido y tutelado no ha trascendido plenamente al nivel cultural, no se ha traducido plenamente en el reconocimiento de las diversas expresiones y corrientes de pensamiento, ni en la tolerancia ni mucho menos en la aceptación y complementariedad entre esas diversas corrientes. Persiste una fuerte tendencia a la intolerancia y a la exclusión, al radicalismo y, por qué no decirlo, al fundamentalismo ideológico.
b)    Parece que no se ha valorado suficientemente el principio de la periodicidad de las elecciones, por el cual los triunfos y las derrotas en la arena electoral tienen un marcado carácter transitorio, no definitivo. En democracia no hay triunfos ni derrotas definitivos. Una campaña electoral no puede convertirse, por tanto, en una lucha por la supervivencia propia o por la aniquilación del contrario.
c)    Subsisten tentativas de evadir las exigencias democráticas plasmadas en las normas y de simular su cumplimiento, particularmente de aquellas reglas vinculadas directamente con el principio de equidad como las relativas al uso de recursos públicos y en general a utilizar posiciones de poder  para obtener rendimientos electorales personales o partidistas.
d)    Persisten actitudes tendentes a minar la confianza ciudadana en las autoridades electorales.
e)    El debate político se ha trasladado fundamentalmente a los medios de comunicación, bajo la forma preponderante de la opinión, en demérito de la argumentación mediante la cual deben justificarse de manera racional y razonable las posiciones.
f)     Hay, como lo señala el profesor Dieter Nohlen, una cierta tendencia a sustituir el modelo democrático representativo, caracterizado por una democracia electoral, por una democracia directa o participativa, de corte plebiscitario.
g)    La crisis del sistema de partidos, puesta en manifiesto, entre otras situaciones por las manifestaciones abstencionistas y «anulacionistas», respecto del voto y las favorables a las candidaturas independientes.
h)    La pretensión de cargar a las cuentas del sistema democrático, las deficiencias del modelo económico.

Estos son sólo algunos aspectos mediante los cuales podemos apreciar lo que en términos del Dr. Nohlen, podríamos señalar como un «desfase» entre la cultura democrática y los procedimientos democráticos.  El peligro real es el de las regresiones autoritarias, siempre latentes en virtud de que la democracia es una realidad dinámica que hay que alcanzar, mantener y perfeccionar constantemente. No son ajenas a la realidad latinoamericana las tentativas de sustituir, por ejemplo, al sistema de partidos, mediante el uso de procedimientos democráticos, por sistemas unipersonales autoritarios.

No obstante lo anterior, en nuestro país lentamente los procedimientos democráticos han venido generando una incipiente cultura democrática, sin embargo, aun cuando la distancia entre cultura y procedimientos se ha reducido, el proceso de ajuste resulta insuficiente, de manera que ni la sombra de las reformas regresivas ni la de la involución hacia el autoritarismo se han disipado del todo, aun cuando en lo personal creo que hay razones suficientes para confiar en que la persistencia en la aplicación de buenas leyes, terminará por consolidar buenas costumbres.

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