jueves, 12 de marzo de 2009

La democracia no se basa en el agnosticismo ni en el relativismo de las verdades y de los valores, sino que se basa en una actitud positiva fundamental que debemos considerar y difundir mucho en educación: en la libertad de profesar convicciones fundamentales en la vida social; es decir, cada quien debe, con toda honradez, profesar las convicciones que le convenzan. Cada uno de nosotros tiene la capacidad, la necesidad y la obligación, por ejemplo, de contestar el cuestionario fundamental del hombre en el mundo: ¿Quién soy yo? ¿Qué soy yo? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? ¿Cuál es el camino? ¿Qué es el bien? ¿Qué es el mal? ¿Son lo mismo? ¿Sí? ¿No? ¿Por qué? ¿Qué es la muerte? ¿Hay algo después de la muerte? Si hay algo, ¿Qué tiene que ver con la vida? ¿Existe Dios? ¿No existe? Hay que contestar el cuestionario fundamental, y hacerlo con sinceridad. Y es posible y es un hecho que de aquí surjan diferencias.
La democracia no se basa en la imposición de convicciones contra la libertad de las personas, sino en el respeto a la libertad de profesar convicciones fundamentales dentro del orden público. Y en ese sentido no se trata de relativismo, no significa que cualquier posición da lo mismo. No; significa, por el contrario, que cada persona humana merece respeto en la profesión de sus convicciones fundamentales, y ésa sí es una verdad absoluta para todos. ¿Todos tenemos razón? No, pero todos merecemos respeto en nuestra honrada profesión de convicciones fundamentales dentro del orden público. El orden público señala las exigencias fundamentales de la vida social. Por ejemplo, si alguien tiene profunda veneración por culturas o religiones antiguas que hayan practicado los sacrificios humanos, pues... respeto su preferencia religiosa, pero no se le va a permitir hacer sacrificios humanos. ¿Por qué? Porque el orden público es el límite en la profesión de la convicción fundamental.
Efraín González Morfín
Temas de filosofía del derecho.

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