viernes, 14 de marzo de 2008

Equidad entre los sexos en clave personalista.

La vida del ser humano es una aventura eminentemente personal. Ante todo la persona, varón o mujer, tiene un ser personal que intelige, que siente, que apetece, que elige, que decide, que actúa y que crece.

La persona humana está revestida de individualidad, de manera que en el mundo de la realidad personal no nos encontramos con «la persona», sino con tal o cual persona. El ser personal es eminentemente relacional; por tanto, tiende a vincularse con las demás personas y requiere para su propio desarrollo y crecimiento de la comunidad en que se encuentra inserta.

La persona humana es un ser sexuado. Desde esta perspectiva, en el mundo personal humano la persona se manifiesta como varón o como mujer, con caracteres sexuales inherentes a su identidad personal que a la vez la identifican y la distinguen. Las personas tenemos un determinado sexo, no un género como en un paupérrimo español y tras una deficiente traducción del inglés suele decirse.

Sin embargo, la vida de la persona humana no consiste en su sexualidad. Esta es en efecto, uno de sus rasgos característicos, forma parte del núcleo de su ser personal, pero éste no consiste en sexualidad, sino en personalidad.

En otras palabras, lo que aquí quiere decirse es que el rasgo fundamental de la persona es precisamente su personalidad, la cual efectivamente tiene a la sexualidad como uno de sus aspectos centrales, pero la personalidad no consiste en su vertiente sexual ni se reduce a ella. Lo que pretendo destacar entonces es que más allá de las diferentes manifestaciones del ser personal humano en orden a la sexualidad lo fundamental, lo que nos une, lo que confiere a la persona su eminentísima dignidad es su ser personal, no su modo de ser sexual.

De allí que en la vida comunitaria la aspiración en la relación entre ambas manifestaciones de la personalidad humana, varones y mujeres, tienda a la búsqueda constante del reconocimiento de la igual dignidad entre unos y otras, de la igualdad de derechos y de la igualdad de oportunidades para el desarrollo material, espiritual, intelectual y físico, lo cual supone oportunidades sin discriminación en los campos educativo, cultural, deportivo, artístico, laboral y en general, en los terrenos social y político.

Entre varón y mujer encontramos una igualdad esencial que radica en su cualidad de personas, como ya lo hemos dicho. Pero es innegable que, desde el punto de vista de la conformación sexual, existen distinciones en cuanto al modo de ser personas. Tanto el varón como la mujer son iguales en tanto personas, pero difieren en el modo de ser o de manifestarse su ser personal.

La aspiración legítima, necesaria y urgentísima de igualdad entre el varón y la mujer no puede verse como negación de los diferentes modos de ser persona, sino como afirmación de la igualdad radical de la persona en cuanto tal y, consecuentemente, de la igual dignidad personal.

La vida de la persona es, lo decíamos al inicio, una aventura ¿En qué sentido podemos afirmar que esto es así? En el sentido de que no consiste en un simple «estar en» el mundo. La vida humana no se reduce al sólo hecho de existir, sino que lleva una misión implícita.

En efecto, la persona humana una vez que es llamada a la existencia tiene ya un ser personal, pero no como algo acabado. La persona humana incluso desde los puntos de vista físico y fisiológico se encuentra inmersa en un constante cambio, en un devenir. Pero ese cambio no es movimiento sin sentido alguno, sin dirección, sin rumbo. Se trata de un cambio «hacia», un devenir tendencial que propende hacia una finalidad específica, hacia la plenitud del ser personal, hacia el desarrollo de sus potencialidades, hacia el encuentro con el destino personal que tiene que cumplir. En este sentido podríamos decir que la vida de la persona humana es un proceso continuo de formación y realización.

La persona humana es un ser perfectible en continuo crecimiento. Pero la persona humana es un ser relacional, decíamos antes, tiende y requiere de vivir en sociedad para la consecución de los fines propios de su ser personal. Esta sociedad se integra precisamente por personas a cuyo desarrollo y crecimiento se ordena. La comunidad de personas se encuentra a sí misma en permanente cambio, en un proceso de desarrollo análogo al de las personas que lo integran. De esta manera existen en la sociedad estadios de desarrollo y al igual que ocurre con las personas, en su devenir avanza, retrocede o se detiene en distintos sentidos y momentos.

¿Qué sentido tiene decir todo esto que se ha dicho en orden a la equidad social entre los sexos? Mucho más de lo que parece, como lo veremos enseguida.

En el desarrollo de las distintas comunidades nacionales que ahora conforman esta comunidad mundial han existido momentos históricos diversos. Aún hoy no encontramos un nivel de desarrollo uniforme.

En muchos ámbitos y en distintos sentidos, durante largas épocas las sociedades han perdido de vista el carácter fundamentalmente igualitario de la dignidad personal. Así, en la mentalidad y en la cultura de los pueblos se ha incrustado la creencia en la superioridad natural del hombre sobre la mujer. Esto quizá no habría pasado de ser algo anecdótico si no fuera porque lo que se cree y lo que se piensa suele tener una importante influencia sobre lo que se hace y lo que se vive. Durante muchos siglos esa mentalidad se ha traducido en relaciones de sometimiento, subordinación y abuso entre varones y mujeres, porque se ha perdido o difuminado la perspectiva personalista, la conciencia de que pese al modo diverso de ser personas, hay una igualdad esencial que ni disminuye ni aumenta en razón del sexo al que se pertenezca, y de que el acervo de derechos y oportunidades que corresponde a cada persona no puede verse menoscabado en función de su diferente manera de ser persona.

En los modernos estados constitucionales y democráticos se ha desarrollado la conciencia de esa igualdad y hemos venido transitando paulatinamente y no tan rápido como se quisiera, de las distinciones discriminatorias hacia la equidad que reconoce la igualdad esencial, pero que no soslaya las diferencias. Se ha avanzado en el proceso de desarrollo cultural, social y político de nuestra sociedad hacia el reconocimiento y vigencia plena de los derechos de las mujeres, mas no tanto como se debiera haber avanzado.

Sin embargo la equidad o, mejor dicho, las relaciones equitativas no son algo que está allí de una vez para siempre, sino algo que hay que estar continuamente alcanzando, conquistando, edificando y perfeccionando. No son las actitudes autocontemplativas ni de mera lamentación las que pueden impulsar este proceso, sino más bien las actitudes participativas.

Es necesario retomar una actitud personalista basada en la igualdad esencial que supone la igual dignidad entre las personas, para construir desde allí una sociedad que impulse a los hombres y mujeres de hoy a la realización y al perfeccionamiento de su personalidad, que les reconozca sin distinciones discriminatorias igualdad jurídica y en consecuencia, que les facilite por igual el acceso a los bienes materiales, intelectuales y espirituales.


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