jueves, 31 de mayo de 2007

Que los prejuicios tengan un papel tan extraordinariamente grande en la vida cotidiana y por lo tanto en la política es algo de lo que en sí no cabe lamentarse y que, en ningún caso, se debería intentar cambiar. Pues el hombre no puede vivir sin prejuicios y no sólo porque su buen sentido o su discernimiento no serían suficientes para juzgar de nuevo todo aquello sibre lo que se le pidiera algún juicio a lo largo de su vida sino porque una ausencia tal de prejuicios exigiría una alerta sobrehumana. Por eso la política siempre ha tenido que ver con la aclaración y disipación de prejuicios, lo que no quiere decir que consista en eliminarlos, ni que los que se esfuerzan en dilucidarlos estén en sí mismos libres de ellos. La pretensión de estar atento y abierto al mundo determina el nivel político y la fisionomía general de una época pero no puede pensarse ninguna en la que los hombres, en amplias esferas de juicio y decisión, no pudieran confiar y reincidir en sus prejuicios.
Evidentemente esta justificación del prejuicio como criterio para juzgar en la vida cotidiana tiene sus fronteras, vale sólo para los auténticos prejuicios, esto es, para los que no afirman ser juicios.
Hannah Arendt

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